No tiene nada de simple esta pregunta, mucho menos la respuesta. Es más, la contestación acertada a este interrogante está siendo buscada en simultánea por todos los laboratorios de psicología y psiquiatría del mundo, por publicistas, farmacólogos, biólogos, teólogos, políticos, sociólogos, antropólogos, filósofos, de este tiempo, y de todos los tiempos.
En una era mantenida en los márgenes de la ciencia, donde conceptos como ADN y herencia genética, parecen inundar las posibles respuestas, hemos empezado a buscar las raíces biológicas de nuestro comportamiento haciendo del psicoanálisis una fórmula química y al final, culpando a la madre, a la madre de la madre y a la madre de esta, y de tras de ella a la infame mitocondria heredada de ellas; y cuando todo parece claro, nos alcanzan patrones de conducta, tanto neuróticos como psicóticos que se escapan a la simplicidad de la biología.
Entonces, ¿por qué somos como somos? ¿Somos una suma de eventos químicos? ¿El desplazamiento de canales de sodio postsinápticos que nos han reducido a simples máquinas postmodernas, predecibles y sincrónicas?... o ¿seguimos siendo etéreos entes, mitad animal, mitad ángel?...
En medio de la búsqueda sin fin que le lleva al hombre una eternidad y media, encontramos una idea que aunque ya no es nueva, sigue siendo revolucionaria y reconfortante al mismo tiempo: la epigénetica.
Más allá de la receta inicial que suponen nuestros genes, la mezcla aleatoria, dominante y recesiva de nuestros padres, esa lotería que escoge entre cientos de millones de posibles combinaciones, para elegir color de ojos, enfermedades degenerativas, características del temperamento; está lo que pasa con esta receta una vez se dejan los ingredientes en la mezcladora, tanto en el plano de lo meramente físico: esa irradiación extra de sol del día 3456 de nuestra vida; o en el ejercicio que muy juiciosamente hace parte de la rutina, los buenos y los malos hábitos que nos van construyendo históricamente, como los impactos emocionales que sesgan nuestra memoria, la distancia afectiva que se mostraba hacia determinados deportes; o en la exhortación hacia la lectura, la repetición de un poema, de una canción, el castigo, el premio… Cualquiera de estos hábitos intangibles, empiezan a influir en el cerebro hasta moldear esa masa amorfa que la genética entrega y que es apenas una tercera parte del trabajo final.
La comprensión de esto, es absolutamente esperanzadora, libera de cualquier posible teoría racista el alcance del conocimiento, dispara nuestras posibilidades hasta el infinito, pero también nos condiciona.
En un estudio llevado a cabo entre diplomáticos europeos, se observó que sus hijos, mantenían un coeficiente intelectual y una cultura general mucho más cercana a la de sus cuidadores, que a la de sus muy ilustrados padres. Se ha demostrado de igual manera, que los hijos de universitarios tienen un cincuenta por ciento más posibilidades de llegar a la universidad si ambos padres son egresados. No porque la intelectualidad se herede, sino porque el hábito de estudio y la ética del trabajo se aprehenden (si, con h intermedia) desde el ejemplo, desde la epigénetica.
Y la epigénetica, se transmite.
Una vez logrados los cambios estructurales, como incluir la cordialidad o la resiliencia en nuestro devenir diario, estos se incrustan en el DNA, haciendo que se hereden estas características. Así, para las virtudes como para los vicios, si convivimos con la corrupción y la hacemos cotidianidad, es probable que se integre a nuestro código genético.
¿Por qué somos como somos? La respuesta como la vida misma, puede ser muy compleja, básicamente podríamos pensar que somos la suma de los aciertos y los errores de nuestros antepasados, junto a la posibilidad de cambiar cualquier resultado previo, hacernos nuevamente cada día, y heredar a nuestros hijos nuevos aciertos, o nuevos errores.
