Un faro apagado

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JORGE.GARNICASoy un romántico, por eso amo mi libertad como si fuera el único baluarte a la cual le debo lealtad. Por eso amo la poesía con alcances quiméricos, que sueñan con sueños imposibles. Por lo demás, me falta mucho por entender y aprender. Por ejemplo, ¿qué faro nos guiará ahora, frente a los peligrosos acantilados de la vida insular?

No me malentienda, por favor. Mi romanticismo no es el sexual; no es el del colibrí. Mi romanticismo es del hombre atrapado en sí mismo, y a pesar de sí mismo, como si fuera “en cuerpo ajeno.” Mi romanticismo tiene su raíz en la búsqueda de la luz, a la cual pueda asirme y acercarme sin la premisa de fama ni de gloria, sino solamente por la luz. Es el deseo de amar, sólo por amar; sin buscar nada a cambio.

El romanticismo fue un movimiento intelectual, artístico, político, científico, ético, etc. del siglo XIX, de esta manera, se podría decir que estoy en el siglo equivocado. En otras palabras, en su época afectaba toda —o casi toda— a gama de las actividades humanas: lo feo, lo malo, lo bello…y lo mediocre.


Como un romántico, abrazo todo lo anterior: a veces en solemne horror; otras veces en un sincero proceso de recogimiento, de meditación, inexpresable con palabras, con la emoción erizando la piel. Aún en otras, también me siento perseguido por mis propias ideas y fantasmas, de las cuales hay que escaparse —a sabiendas luego que es imposible escaparse de sí mismo— a pesar de los dictados de la sana intuición.

Pero como olvidarse de la razón, de ese auténtico invento del iluminismo, de ese renacer de la misma época, de ese constante tormento a cuestas, de la necesidad de huir de la realidad diaria, Insular, de nuestra razón de ser, ya en comunión con la común locura de cada momento, ya en las alternancias fraguas y peleas, para terminar luego, tristemente, en la oscuridad, en la nada.

Todo esto era inevitable. El sol abrasaba la piel, dejándola pegajosa, salina. Después del programa radial con mi amigo Bill Francis, decidí caminar hacia el centro, bajando, a pie, la loma de lo que fuera el Instituto Bolivariano. Al llegar a la entrada de mi olvidada Alma Mater, se generó en mí la lucha titánica de querer ver y no querer mirar, puesto que había escuchado lo que decían, a sotto voce, “El Instituto Bolivariano fue arrasado; ya no queda nada de él; sólo ruinas y polvo. Que van a colocar un mega centro educativo; que hay planes para vender el terreno a… ”

Pero ¿cómo evitar la tentación de ojear, otra vez, de sufrir en carne propia, de zambullirse en los recuerdos de mi adolescencia, como estudiante, y luego de mi temprana adultez, como maestro de esos asoleados recintos, donde tuve mi primera experiencia como educador, al lado de unos expertos pedagogos, y a quienes también les debo mucho?

Entré, tímidamente al principio, como un ladrón de memorias, como si fuera un lugar desconocido, como si fuera un museo donde habría elementos por descubrir. A la entrada me saludó una cara y una voz conocidas: “Hi, George”. Respondí al saludo con genuino calor humano. Había pasado mucho tiempo.

Con el panorama ante mis ojos, me quedé quieto; sin palabra. No era posible. Sí era cierto. Era un panorama desolador. Del edificio de tres pisos, con sus múltiples aulas, solamente quedaron retorcidas varillas de acero y trozos esparcidos de concreto; una silla de estudiante encaramada en un árbol. Los recuerdos y las añoranzas se hicieron añicos. Caminé en medio de los escombrosdando saltos como un batracio, encima de los destrozos de la historia, de una parte de mi historia. Tuve la sensación de violentar algo sagrado. Sin embargo, como un autómata, guiado sólo por la mecánica de mis pasos, llegué hasta el borde; había una pared—la vieja pared. En el fondo, aún, estaba la belleza del mar Caribe, testigo silencioso, taciturno, de una época que fue y que nunca más regresaría. Eso, al menos, lo tenía muy claro.  

Pero, acaso, ¿no soy yo el mismo que afirma que el pasado es historia; que no debemos obsesionarnos con él; que lo importante es pensar en él como puente hacia el laudable futuro? Pues sí. Nunca he pensado que debemos olvidarnos del pasado. El pasado es experiencia común, y de esta experiencia cosechamos lo bueno, lo malo, lo feo…y lo mediocre. Por eso debemos concentrarnos en el primero: en lo bueno y lo bello, y repetirlo, si aún no es muy tarde.

Le di la espalda a la mar; al bello paisaje marino en la distancia con sus cayos como trasfondos de una pincelada hecha demasiado aprisa, adrede; a la mar multicolor…más uno. Dejé atrás un trocito de mi historia. En el patio había dos señores, un raizal y un residente con sus infaltables motocicletas; dos máquinas retroexcavadoras, amarillas, como las mariposas amarillas de Macondo; también dejé atrás el palo de mango, al cual habíamos arrojado 1001 piedras, el árbol de acacia con sus flores rojizas, el ciruelo (de cerdo), dos tableros de baloncesto, ahora podridos, pero todavía de pies, tercos, en cuyas memorias cabalgan indelebles el recuerdo de tardes de justas sublimes de los equipos de La Salle y el Bolivariano.

También dejé atrás las oraciones, los escritos sobre la pared del encerramiento forzoso de lo que fuera la luz. Un escrito rezaba: “Visión: en el año 2014 la IE Bolivariano logrará ser reconocido como una institución líder en la formación de personas…la extensión del bilingüismo español-inglés a todos los grados…”

¿Será que vivo una pesadilla, en un mundo pata arriba; será que sin querer, y por una fuerza desconocida, entré en una dimensión diferente, no paralela a esta? A propósito, ¿en qué año estamos? Esta tristeza es mía, solamente mía, y la cargaré con honor.

¿Y cuándo se hará algo, en serio, en cuanto a la insostenible e intolerable inmigración hacia la Ínsula—pasado y futuro?

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