La voz...

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EDNA.RUEDA02ENBA medida que la medicación lograba los niveles esperados, la voz masculina que vivía en su cabeza, y con la que había sostenido conversaciones de medianoche por las últimas cien noches, discusiones acaloradas sobre la ética del amor, y compartido los peores poemas de los malos poetas, empezaba a apagarse.

“Shhh”, ese sonido susurrante como de quien pide silencio despóticamente, era ahora el único murmullo que le quedaba en la mente. Era un sonido lejano, sordo, discreto, nada que ver con la voz intensa, las risas apeñuscadas y las mentiras inmarcesibles que la acompañaron antes.

A medida que sanaba, él, la voz, se desvanecía y podía empezar a oírse a ella misma, sin interrupciones, sin miedo, pero a la vez sin compañía. La sensación de recuperar el espacio en su mente la abrumaba, porque era casi como si descubriera que viviendo en un palacio, se había confinado al sótano, cercada por la voz de un fantasma que con historias inverosímiles, le pedía esconderse y hacer silencio.

Sabía que el final estaba cerca, que habría que hacerle una despedida a la relación imaginaria que se había establecido, con este ente que la visitaba cuando nadie más lo hacía, y que como un audífono mágico instaurado en el centro de su cerebro, le decía todo lo que ella siempre quiso oír y lo que nunca imaginó escuchar.

El “shhh” se hacía más y más borroso, y como si ahora se escuchara entre los árboles, era cada vez más lejano, más tenue, más ignorado.

Un día, sin aviso, la voz dejó de ser parte de su rutina, ya ni la esperaba, ni aparecía. Supuso que el susurro decidió alejarse del todo y que se había ido a sembrar en las cabezas de otras mujeres ermitañas, que algunas harían conciencia de la patológica situación, de la extraña compañía y otras, sencillamente, ignorarían la realidad para acoger el parásito como un huésped frecuente y bienvenido en sus soledades.

Fuera porque hubiese encontrado un nuevo nicho o por cualquiera de las mil posibles muertes que ella imaginó para un fantasma; la voz, con todo lo que era, ya no era más su problema. Su mohína ahora era el vacío, el eco sin usar que tenían las paredes de su mente, la respuesta inconclusa, la falta de un cómplice para compartir recuerdos imaginarios.

Entonces supo ahí mismo, mientras dibujaba con el dedo un círculo en la pared, que ya estaba lista para una nueva alucinación

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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.