La magnitud de la tragedia de la embarcación Miss Isabel, siniestrada el jueves 5 de enero pasado, es incalculable. Se pueden cuantificar los costos materiales; es posible -no siempre- medir las responsabilidades legales; pero, lo que es humanamente imposible es estimar la pena. El dolor por la pérdida de los seres queridos.
La desaparición definitiva en altamar de, por lo menos, tres náufragos a la hora de escribir esta columna parece irreversible. Las condiciones climáticas, las circunstancias que rodearon al siniestro y los relatos de los sobrevivientes, dan cuenta de unos incidentes ciertamente descorazonadores.
Las autoridades militares -en cabeza de la Gobernadora- se mostraron solidarias y prestas a realizar todos los esfuerzos posibles para recuperar a estos hombres de la crudeza del océano y todos sus rigores. Cuatro de ellos lograron sobrevivir gracias a Dios, a su esfuerzo personal y al de otros que pusieron alma y vida en el empeño.
Sin embargo, llama la atención el testimonio del ciudadano Eliot Lever McGowan, habitante del sector Elsy Bar que en declaraciones a varios medios de comunicación aseguró haber alertado con suficiente antelación a las autoridades, según afirmó, en repetidas oportunidades. Y narra específicamente el encuentro con una patrulla al sur de la isla.
Sus aseveraciones estarían -de comprobarse la exactitud del relato- comprometiendo a los uniformados que habrían hecho caso omiso de sus dramáticas advertencias y revelarían la pérdida de dos o tres horas día, preciosas para el rescate de las víctimas. El boletín de la Armada Nacional no precisa el momento en que recibió la llamada de emergencia a través de la línea 123.
Sería primordial para esta comunidad, pero especialmente para los familiares de los desaparecidos, conocer la versión oficial de las autoridades ante estas circunstancias. También sería tranquilizador frente a futuros episodios. Es realmente desolador que quede en el imaginario colectivo la sensación de desamparo, o peor aún: la de indolencia.