Hay una resistencia que no grita. No hace pancartas ni se aferra a las consignas. Es una resistencia que camina descalza, que habla bajito pero claro, que se expresa en los detalles cotidianos que insisten en ser.
Le he llamado “resistencia suave”, porque se cuela por las grietas, como la sal del mar, y no se deja desalojar fácilmente. La mía, quizás, se está haciendo más sutil, más subversiva, tal vez porque ya envejezco y aquel ánimo de confrontar enemigos reales o imaginarios se va desvaneciendo en la idea compleja, pero realista, de que no veré los frutos de las semillas que tengo en el bolsillo.
No todos los pueblos se enfrentan al desarraigo con barricadas. Algunos lo hacen desde una intuición profunda, una especie de saber callado que busca proteger lo que queda y reinventarlo para que siga viviendo. La resistencia suave no es una renuncia, es una forma distinta de insistencia. Es entender que la cultura no es una vitrina de piezas intactas, sino un cuerpo vivo que respira, muta y se transforma. En ese movimiento está su potencia.
La raízalidad, entonces, para mi, no es solo una lista de costumbres ni una herencia petrificada. Es una sensación. A veces es una música de fondo que acompaña la memoria, otras veces es el cuerpo que se mueve de cierta forma cuando escucha tambor. Está en cómo el mar determina la mirada, en la forma de pensar el tiempo, en los silencios compartidos, en la melancolía del horizonte. Se lleva por dentro, como una brújula íntima.
Frente a un mundo que avanza con pasos largos y tecnología voraz, la adaptación se vuelve una estrategia de sobrevivencia. No para rendirse, sino para permanecer. Aprender nuevas herramientas, traducir los mitos, y al mismo tiempo dialogar con las máquinas. En vez de ver lo digital como amenaza, muchos comienzan a usarlo como vehículo para narrarse a sí mismos. No como copia, sino como eco.
Hay quienes dicen que se está perdiendo todo. Tal vez. Pero también se están inventando nuevas formas de permanecer. Y en ese tránsito no hay respuestas puras ni caminos únicos. La resistencia suave no necesita gritar para ser firme. Basta con seguir haciendo. Con cuidar lo que se tiene. Con enseñar sin imponer. Con recordar, aunque no se diga.
Y con sembrar, incluso si no veremos los frutos