Llegamos a la Semana Santa y comenzamos conmemorando la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén, a la ciudad donde sucederán los acontecimientos fundamentales de la redención. En el domingo de ramos encontramos contrastes muy fuertes, que se mueven entre las intrigas odiosas que brotan de nuestra pobre humanidad, y las muestras de amor puro y sublime, que proceden del corazón del Señor Jesucristo.
Lo hermoso de estos contrastes es que el Señor, en su infinito poder, hace brotar de nuestra pobreza humana, flores bellísimas que adornan a la humanidad y dan gloria a Dios.
Hablando de este tipo de contrastes, Vicente Acosta, poeta salvadoreño, escribe un poema titulado contrastes, del cual me valgo solo de algunos versos.
“Del carcomido tronco
brota lozano el pámpano florido;
flota el astro en los pliegues de la sombra
y nace á orillas del pantano el lirio.
Debajo la onda amarga
yace la perla: al borde del abismo
tiende la flor sus pétalos de seda
y vaga en medio del silencio el ritmo”.
Comencemos haciendo notar el primer contraste. Mientras que “los sumos sacerdotes y los escribas, Herodes y sus soldados, acorralan a Jesús como jauría de mastines, como una banda de malhechores, armados con espadas, montados a caballo, transmitiendo ánimo de guerra, hambrientos de conquista y poder de sumisión, acusan a Jesús, lo tratan con desprecio y lo condenan a muerte, Jesús entra como príncipe de la paz, cabalgando un borrico prestado, y a sus pies, un camino alfombrado con palmas de olivo.
De este contraste, Jesús hace brotar la humildad y sencillez que adornan al rey del amor y del servicio. Jesús no busca promover guerreros ni imponer impuestos, no pretende ser temible ni terrible. Jesús de Nazaret, busca ofrecer una nueva imagen de Dios que, con la grandeza y esplendor de su humildad, quiere acercarse al ser humano.
Otro contraste es el de los gritos; mientras que el pueblo, manipulado por las insidias de sus jefes, y ensayado por sus secuaces es obligado a gritar, ¡Fuera, crucifícale!, los humildes, en cambio, dejan brotar un grito espontáneo, sincero y sin ningún ensayo previo, que resuena bellamente: “Bendito, el que viene en nombre del Señor”.
De este contraste de los gritos, Jesús hace brotar algo bello; Dios tiene oído selectivo y sabe escuchar la voz de los pobres; sus reclamos y oraciones siempre encontrarán resonancia en los oídos y el corazón de Dios. Además, los gritos agresivos no frustran el plan de Dios; Jesús se reafirma en su entrega, porque a él no lo frenan los gritos de los soberbios, lo animan los gritos de los pobres. Él tiene claro que “El Señor Dios me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado”. Los gritos agresivos que pretenden asustar a los buenos no pueden desalentarnos, por el contrario, deben llevar a reafirmar el compromiso y la entrega total.
No podemos dejar de mencionar otro contraste. Mientras que, durante el juicio, la pasión y muerte vemos a Jesús despojado no solo de humanidad, sino de su condición divina, hecho semejante a los hombres, humillado a sí mismo, obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz, por otro lado, lo escuchamos revelando su verdadera identidad, la de ser igual a Dios. Es un Dios capaz de amar hasta el extremo de dejarse matar por su amado.
De este contraste brota una preciosa perla; las personas valiosas, las más grandes, se conocen en el terreno de la humildad y se mueven con gran facilidad entre los pobres y los sencillos. Las personas vacías y soberbias se mueven entre los poderosos, son ruidosas para hacerse notar; las personas grandes hacen el bien y quieren pasar desapercibidas, porque saben que lo que hacen es para Dios y lo hacen como Jesús, sin que la mano derecha se entere de lo que hace la izquierda.
Otro contraste fuerte es el abandono y la soledad que experimenta Jesús en las horas definitivas, a tal punto que exclama, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”; mientras que sus acusadores se creen victoriosos y justifican sus planes macabros haciendo creer que aman al pueblo y por eso que es mejor que uno muera por el pueblo y no que perezcan todos.
Aquí brota brilla otra joya de la espiritualidad, la de la confianza total en Dios, hasta llegar a decir: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu; más aún, Jesús afirma con inmensa satisfacción: “todo está cumplido”. La satisfacción del deber cumplido llena el corazón. No lo llena el dinero, lo llena el bien que hayamos podido hacer por amor a Dios. Vale la pena entregar la vida al servicio del Señor y de los hermanos; vale la pena hacer el bien; vale la pena luchar por la justicia y la paz; vale la pena pensar en los pobres y ayudarlos a superar sus sufrimientos.
Creo Señor que vienes como Mesías y entras a Jerusalén como rey, pero aumenta nuestra fe para descubrir que el amor por los demás y la entrega de la vida permiten demostrar que somos discípulos tuyos y que así ayudamos a que tu reino se haga visible.
-------------------
Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.