No hay dolor más agudo que el de perder la esperanza. Entonces, a todos nos duele algo, porque vivimos en una isla que no encuentra consuelo. A unos les duele el corazón por el tiempo de antaño. Crecieron distinguiendo a los vecinos del barrio, haciendo sagrados los días de fiesta, guardando el domingo.
A los más jóvenes les duele porque no logran encontrar algo a lo que puedan llamarle así… antaño. Si uno sale a andar por las calles de San Andrés se encuentra con corazones abatidos por la desazón. El motivo: la convulsión política. Mal de todos los males. La vida, gobernada de por sí ya por lo inconstante, lo fugaz, la novedad y lo viral, ahora sometida a la desventura.
¿Cómo se engancha la vida comunitaria si todo se da a corto plazo?
¿Cuáles son las secuelas en la salud mental individual y colectiva de una crisis política y social que lleva más de una década?
La vida de los habitantes isleños se desestabiliza, pasando de una contingencia a otra. Hay un síndrome maníaco que se nos mete por los oídos: una vocecita de tono exaltado, sulfuroso y desorganizado.
A algunos les dice cosas tan disparatadas como “no quiero volver a ser jurado de votación”; a otros, “le vendieron el alma al diablo”. Y a los obsesionados con la narración los obliga a separar el término nulidad por sílabas. La palabra nulidad proviene del adjetivo nulo. Algunos sinónimos serían: invalidez, anulación.
Se le haya vendido el alma al diablo o no, lo cierto es la repercusión de esta transacción mal habida en la salud mental de los isleños. Se desmorona la posibilidad de confiar y la esperanza.
Se desmoronan los lugares seguros, los lazos comunitarios. Se crea un abismo —no una distancia, sino un abismo— entre nosotros. Las niñas, niños, adolescentes y jóvenes llevan la peor parte, porque no se les garantiza confiar en el futuro. En vez de ello, se les presenta la ruina y la mezquindad.
La ansiedad, la depresión, el suicidio, el acoso escolar o bullying, las muertes violentas, el consumo problemático de alcohol o sustancias psicoactivas, la violencia sexual, el feminicidio, el transfeminicidio... Todo esto da cuenta de lo que se desmorona, de las brechas en salud mental, la inequidad, de los discursos de odio y del regocijo enfermizo en la muerte del otro.
Entonces, la novedad es la muerte de alguien. Sin contar que ahora la muerte se embelesa con imágenes al estilo Ghibli, que se postean en el feed de Facebook, volviendo caricatura el sufrimiento, la agonía, la fragilidad. Ese síndrome maníaco que se mete por los oídos, sale por los ojos. Y en vez de ojos, lo que queda es la imposibilidad de encontrarse con todas las formas de vida real de piel, cuerpo, forma.
¿Qué es lo vinculante? ¿Cómo hacer posible un nosotros? ¿Cuál es el sentir compartido?
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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.