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¿Puede la ley callar la voz de un pueblo?

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FOTO Jayson Taylor columnaEn el núcleo del derecho, como en la arquitectura del pensamiento humano, se encuentra una tensión permanente: la forma y el fondo. No se trata de una discusión ligera ni de una disyuntiva superficial. Es un dilema estructural que atraviesa la lógica, la epistemología y la ética constitucional.

A propósito de la anulación de la elección del gobernador Nicolás Gallardo Vásquez, este dilema se vuelve urgente, incómodo y profundamente necesario ¿Hasta qué punto puede la legalidad imponerse sobre la legitimidad? Un dilema entre legalidad y legitimidad…

Cuando se habla de forma y fondo, no se está haciendo simplemente una distinción jurídica. En realidad, se está hablando de dos maneras de comprender el mundo. Desde la lógica formal, sabemos que la validez de un razonamiento no depende de la verdad de sus premisas, sino de la corrección de su estructura. Así, un argumento puede ser perfectamente válido y, sin embargo, completamente falso si sus premisas no se corresponden con la realidad. Por otro lado, la lógica material o la lógica inductiva se interesan por el contenido, por el vínculo entre lo que se afirma y lo que ocurre en el mundo.

En el derecho sucede algo similar. La forma representa el andamiaje técnico del sistema jurídico: los procedimientos, los términos, las prohibiciones expresas, los requisitos. Es lo que permite que el proceso sea previsible, verificable y repetible. Sin forma, no hay sistema: hay arbitrariedad. Pero el fondo remite al contenido ético y político de las decisiones jurídicas. ¿Quién fue elegido? ¿Qué representa ese acto? ¿Qué significado tiene para una comunidad, especialmente un pueblo étnico y territorialmente diferenciado como el del Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina?

Este es precisamente el dilema que plantea el caso Gallardo Vásquez. En el fondo, fue una elección avasallante, respaldada por una mayoría contundente y, sobre todo, por un pueblo que se ha visto históricamente excluido. No fue simplemente una elección.

Fue una afirmación de dignidad, de poder popular, de pertenencias. Pero en la forma, se alegó el incumplimiento de una prohibición legal: la configuración de doble militancia, una de las causales expresas de nulidad en el ordenamiento electoral colombiano. Es decir, que quien aspiró a ser elegido, lo hizo vulnerando las reglas que prohíben apoyar simultáneamente a más de una candidatura o colectividad.

Aquí es donde el debate se vuelve más denso y complejo. ¿Puede un defecto formal aunque sea una violación expresa como la doble militancia anular por completo el sentido de una elección popular? ¿Hasta qué punto puede la legalidad imponerse sobre la legitimidad? El derecho tiene el deber de proteger el principio de legalidad, pero también el de garantizar que las reglas no se convertirán en un arma contra los derechos fundamentales.

Este dilema ha sido explorado por algunos de los más grandes pensadores del derecho. Hans Kelsen, con su Teoría Pura del Derecho, defendía un sistema jurídico cerrado y autosuficiente. Lo importante, para él, era que la norma se ajustara a una estructura jerárquica de validez. Poco importaba si el resultado era justo o no. En cambio, Ronald Dworkin argumentó que el derecho no puede limitarse a un sistema de reglas, y que los principios como la igualdad, la dignidad y la representación política deben tener fuerza normativa. Para Jürgen Habermas, el derecho debe construirse también en el espacio público, mediante procesos deliberativos que otorguen legitimidad democrática.

El caso Gallardo se sitúa justo en esa encrucijada. Desde la óptica de Kelsen, si se vulneró una prohibición como la de doble militancia, la nulidad es irrefutable. Pero desde la mirada de Dworkin, la pregunta sería: ¿se protegieron los derechos fundamentales de participación y representación de una comunidad étnica? Y desde Habermas, cabría preguntarse si el proceso político en cuestión permitió un verdadero diálogo democrático entre los actores sociales e institucionales.

Desde la teoría del conocimiento, lo que está en juego es también la forma en que entendemos la verdad en el derecho. ¿Puede un conocimiento puramente formal resolver un conflicto profundamente humano? ¿Puede una estructura cerrada contener la complejidad del hecho social, cultural y político que representa una elección? No basta con que el procedimiento sea correcto. Hace falta que el resultado sea justo. Pero tampoco basta con que el resultado sea justo si el camino fue ilegítimo.

Así, el sistema jurídico corre el riesgo de traicionarse a sí mismo: si se aferra exclusivamente a la forma, puede terminar produciendo decisiones que socavan su propia legitimidad. Pero si se deja seducir por el fondo sin respetar las reglas, se exponen al caos y la manipulación.

En definitiva, la forma sin fondo es burocracia vacía. El fondo sin forma es populismo arbitrario. En una democracia constitucional, ambos deben coexistir y dialogar. La forma garantiza el cómo. El fondo justifica el por qué. Ninguno puede sacrificarse sin poner en riesgo el equilibrio del sistema.

San Andrés no necesita solo un nuevo gobernador. Necesita abrir esta discusión. Una discusión que no se resuelve con tecnicismos ni con pasiones. Una discusión que exige madurez cívica, rigor jurídico y sensibilidad ética. Porque el derecho, cuando se divorcia de la realidad, se vuelve estéril. Pero cuando se separa de su propia estructura, se vuelve peligroso.

La verdadera justicia no puede ser ciega a la historia, ni sorda a la ley. Y como decía Aristóteles, consiste en dar a cada quien lo que le corresponde. Ni más, ni menos. Pero sobre todo… cuando realmente le corresponde.

“La ley sin justicia es una herida abierta”Horacio.

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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.

 

Última actualización ( Domingo, 13 de Abril de 2025 06:47 )  

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