El 8 de septiembre del 2022 a las 10 de la mañana, recibí un mensaje de John William Archbold, escritor raizal y barranquillero. Decía lo siguiente: “Lo siento mucho, mi sentido pésame”. No tuve que inferir nada. Suspiré: “¡Lilibeth!”
¿Cómo explicar este afecto enigmático? ¿Cómo es que una mujer que ha escrito contra el colonialismo y que cita con pasión a Focault, puede llorar la muerte de una reina? No cualquier reina, sino la reina del Commonwealth, del saqueo elegante, del imperio que todo lo toca y nada suelta.
¿Seré yo también víctima de una doble militancia?
De Elizabeth II me gustaba su humor ácido, como cuando se refirió a aquel año de escándalos y divorcios como “annus horribilis”. Me gustaba su capacidad de reírse de sí misma, la vez que descendió (su doble) en helicóptero junto a James Bond en los Juegos Olímpicos. Me gustaba que, a pesar de representar una institución en decadencia, se le notaba el temple. Su postura divergente con Thatcher, su guiño sutil a Mandela, su capacidad de parecer madre universal sin serlo.
Hoy la isla entera se revuelve en su propio conflicto: el de la doble militancia. Como si aquí alguien supiera bien qué significa ser liberal, conservador o de izquierda. Como si en el Caribe tuviéramos tiempo de leer manifiestos políticos entre una subida del dólar, un apagón y la búsqueda de una cita médica.
¿Y qué son hoy esas ideologías fundacionales? El liberalismo, que defendía las libertades individuales pero se arrodilló ante el libre mercado, vendiendo hasta las tumbas. Fue la cara amable del capitalismo, con sotana progresista y sermón laico.
El conservadurismo, que decía proteger la tradición, mientras bendecía en los años cincuenta las masacres de la Violencia. Sacerdotes al lado de machetes, misas precedidas por listas negras. ¿O no fue Aureliano Buendía quien confesó su desconfianza por los curas después de verlos bendecir fusiles?
Y la izquierda… ¡Ah la izquierda! Que soñaba con la revolución armada, pero terminó tomando Coca-Cola en foros internacionales. Una izquierda que se decía atea, pero seguía citando a los profetas, a veces sin saberlo.
¿Puede un ciudadano de a pie definirse hoy por una sola ideología? ¿De verdad uno sabe a quién sigue o con qué valores conecta, o lo va resolviendo según el bolsillo, el noticiero o el grupo de WhatsApp? ¿No será más bien que el sistema dejó de organizar a la gente como en tiempos de los jacobinos?
Aquello sí era militancia: sabías a qué hora te tocaba cortar cabezas. Hoy todo es difuso. Un día marchas, al otro votas en blanco.
Quizás haya que aceptar que los ideales ya no son trincheras, sino playlists: una canción de Diomedes, otra de Queen, un discurso de Lulla, una frase de Churchill, y un meme de Marx comiendo empanada. Y en ese revoltijo, tal vez no haya traición.
Quizás ya no se trata de escoger un solo bando, sino de entender que nadie es puro, que las etiquetas se nos quedaron cortas. Que hay que reescribir la historia, incluso –desde luego– la que nos contaron sobre nosotros mismos.
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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.