Encontramos en este domingo un juicio con todos sus elementos. El juicio hace parte de nuestra fe. Al final de la vida vamos a enfrentar un juicio ante el juez de vivos y muertos. Hay muchas historias de juicios, pero valgámonos de una leyenda de la Edad Media.
Un hombre muy influyente del reino cometió un asesinato; para encubrirlo buscaron un chivo expiatorio y condenaron injustamente a un hombre muy virtuoso. El hombre fue llevado a juicio y comprendió que tendría escasas oportunidades de escapar de la horca. El juez, aunque también estaba confabulado, se cuidó de mantener todas las apariencias de un juicio justo. Por eso le dijo al acusado: conociendo tu fama de hombre justo, voy a dejar tu suerte en manos de Dios: escribiré en dos papeles separados las palabras culpable e inocente. Tú escogerás, y será la Providencia la que decida tu destino.
Por supuesto, el perverso funcionario había escrito en los dos papeles la misma leyenda: "Culpable". La víctima se dio cuenta de que era una trampa. Cuando el juez lo conminó a tomar uno de los papeles, el hombre respiró profundamente y permaneció en silencio unos segundos con los ojos cerrados. Cuando la sala comenzaba a impacientarse, abrió los ojos y, con una sonrisa, tomó uno de los papeles, lo metió a la boca y lo engulló rápidamente. Sorprendidos e indignados, los presentes le reprocharon.
- Pero, ¿qué ha hecho? ¿Ahora cómo diablos vamos a saber el veredicto?
- Es muy sencillo -replicó el hombre-. Es cuestión de leer el papel que queda, y sabremos lo que decía el que me tragué.
Con refunfuños y una bronca muy mal disimulada, debieron liberar al acusado, y jamás volvieron a molestarlo.
El Evangelio nos presenta un juicio en el que aparecen tres momentos. El primer momento es la acusación: “Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?” (Jn 8, 3 – 5). La demanda ha sido aceptada por Jesús, que es el juez.
Los acusadores han investigado el pasado de esta mujer, con el objetivo de declararla culpable y condenarla a pena de muerte. Seguramente también entre los acusadores habría algún culpable. Vale escuchar al profeta Isaías: “No recuerden lo de antaño, no piensen en lo antiguo; miren que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notan? Abriré un camino en el desierto, corrientes en el yermo” (Is 43, 18s). Hacer memoria del pasado es bueno, pero no con pretensiones jurídicas o para suscitar la nostalgia. Nuestras raíces están en el pasado y no se pueden cortar. Un pueblo sin historia es un pueblo sin raíces. La memoria, para ser auténtica debe hacerse y leerse en clave profética. Ojalá dejemos de juzgar la historia y condenarla para justificar nuestra insolidaridad con la historia de hoy.
El segundo momento es la defensa. “Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo:
El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra” (Jn 8, 7). Es un argumento que frena las pretensiones injustas y pone dirección definitiva del juicio. Jesús no admite que la mujer pecadora pierda su dignidad, sino que se la devuelve para siempre. El Dios de la liberación de Egipto tiene que ser eternamente liberador para cada uno en su situación personal.
El que esté sin pecado. No todos somos malos o adúlteros, pero sí todos somos pecadores; por tanto, a todos nos toca dar paso atrás, botar la piedra, y comenzar a sentir la necesidad del perdón y la misericordia. Queda claro este un concepto de vida cristiana, Dios no quiere la muerte del pecador. Ante el grito que pide muerte para quienes han cometido crímenes horrendos, tenemos que declarar con Jesús que no existe la pena de muerte, porque Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y que viva.
E tercer momento es la sentencia. “Jesús se incorporó y le preguntó: Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado? Ella contestó: Ninguno, Señor. Jesús dijo: Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más” (Jn 8, 9 – 11). Esta es una gran noticia para nosotros: Jesús no ha venido a buscar culpables sino a rehacer la vida, a ayudar a encontrar salida hacia la liberación y la gracia. Para lo cual no nos quita la repugnancia del pecado, por el contrario, cuanto más repugnante lo veamos, más dispuesto estará Dios a perdonarlo.
Este es el Cristo que tenemos que conocer, es lo más grande que nos puede suceder, porque nos lleva a encontrar el sentido de la vida y la felicidad. “Todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en él, no con una justicia mía, la de la ley, sino con la que viene de la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios y se apoya en la fe” (Fil 3, 8ss). Jesús toma para sí la papeleta de culpable y deja para nosotros la papeleta de inocente. Él no ha venido a buscar culpables sino a rehacer la vida, ayudar a encontrar salida hacia la liberación y la gracia.
Creo Señor, que tú nos perdonas siempre, pero aumenta nuestra fe para acercarnos a ti con fe, a sabiendas de que “al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas” (Sal 125, 6).