Los seres humanos, en su gran mayoría, solemos tomar decisiones emocionales y reactivas. Y muy pocas veces estratégicas o tácticas, quizá a causa del «desamparo del conocimiento» resultante de la escasa información relevante con la que contamos o por efectos de los bulos que inundan las redes sociales hoy día, y que terminan afectando el nivel de criticidad de los ciudadanos en general.
En lo político, podemos votar en favor de alguien que admiramos o, simplemente, porque le creemos. En ambos casos, procuramos en gran medida hacer realidad nuestras propias aspiraciones y negar las de quienes tienen otras. Como un culto al «individualismo extremo» que riñe con la cooperación y la solidaridad, aún en asuntos de fácil abordaje.
"Un mundo que no quiere escuchar nada que le contradiga es un mundo censor y bochornosamente pacato", subrayaba el pasado 31 de marzo, en El País de España, el escritor David Trueba. Y tal parece que ese es el mundo que está detrás de la máscara de la civilización, ya que actualmente la práctica de la «cancelación» en las redes sociales, por ejemplo, es un fenómeno social que crece y se afianza sin importar las personas, grupos, organizaciones o marcas.
En fin, las emociones priman sobre la racionalidad (lo cual es biológicamente comprensible), por lo que las consecuencias —positivas o negativas— de nuestras decisiones normalmente no son imaginadas y mucho menos avistadas a tiempo. Es decir, no están concatenadas al conocimiento y orden que crean la realidad.
Esto ha derivado en acciones insensatas, ineficientes, inútiles. Y uno de los factores que más ha influido en ello es la falta de ilustración suficiente sobre las verdades coyunturales que se difunden y propagan en nuestros entornos cercanos. Nuestras emociones hacen todo lo posible para que no nos demos cuenta de las realidades que afrontamos.
De ahí que los seres humanos de la época actual, más obstinados y perezosos que nuestros ancestros, se siguen resistiendo a escarbar bien sobre los escombros de los innumerables acontecimientos diarios y persisten en la tendencia a darle credibilidad (pese a las equivocaciones) a líderes que les engañan por medios retóricos (demagogia que sólo alientan las pasiones humanas) y nada más.
Por esta razón, los políticos de turno encuentran fácil, casi siempre, manipular a la masa. Sin importar cuanta evidencia tenga esta de la brecha entre los más ricos y los más pobres; la lejanía de la paz a nivel nacional y mundial; la polarización entre nacionalistas y globalitas, géneros y razas, religiones y clases sociales. La mayoría sigue, somnolienta, permitiendo que el temor los domine cuando no entienden bien lo que pasa, en vez de despertar para aunar esfuerzos a fin de que las aspiraciones de todos tengan cabida.
Esta es la mar bravía en la que han navegado hasta ahora las reformas sociales que ha planteado el gobierno actual de Colombia. Entonces, ¿cómo lograr que los cambios propuestos, y que tanto se necesitan, como es evidente y casi todo el mundo reconoce, se lleven a cabo? ¿Cómo discernir las montañas de información que nos arrojan a diario los medios de comunicación y tomar nuestras propias decisiones en cumplimiento de nuestros deberes políticos?
¿Cómo aprender de las experiencias personales y de los errores del pasado para que el futuro que debemos construir entre todos no nos sea arruinado por unos pocos?
Como punto de partida podría intentarse abandonar la predisposición a tragar entero y distinguir entre información falsa y verificable; no caer en el iterativo sesgo de confirmación y diferenciar entre noticias, opiniones y realidades; en vez de las burlas y el desprecio hacia quienes no están de acuerdo con nosotros, entender que la discusión y el diálogo son pilares fundamentales de nuestra democracia y tratar de convencer, amistosamente, con argumentos y con respeto de la dignidad ajena, a quienes tienen otro punto de vista u otras aspiraciones, y estar dispuesto a revisar la propia opinión cuando los equivocados somos nosotros.
Este es el reto que enfrentan las reformas sociales que cursan en el Congreso de la República, y que ahora el gobierno pretende sacar de ahí para ponerlas en manos de la ciudadanía mediante una consulta popular. Al parecer, será con esta herramienta de nuestra Constitución Nacional que se determinará el futuro de dichas reformas y el futuro de quienes somos responsables de que el país salga adelante y no se quede en la retaguardia de la Historia.
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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.