En la mañana del lunes 31 de marzo, San Andrés amaneció de luto. La noticia del fallecimiento en Bogotá de Hidalgo May García, ex intendente, ex embajador y destacado profesional del Archipiélago, conmocionó a la ciudadanía. Su legado dejó una huella imborrable entre quienes valoraron su compromiso con el desarrollo de la región.
Sin embargo, la serena resignación de esa jornada se vio interrumpida por un hecho que despertó alarma e incertidumbre. En redes sociales comenzaron a circular rumores sobre un incidente en el sector de Mission Hill (La Loma). La información era confusa y las versiones no coincidían, lo que generó más desconcierto entre los habitantes.
Con el transcurso de las horas, un nombre comenzó a cobrar relevancia en las conversaciones: Alejandro Bowie, también conocido como ‘Mango Jelly’ sería la persona caída del campanario de la Primera Iglesia Bautista. Su mención se convirtió en punto de partida de comentarios y debates en redes sociales atrayendo la atención de los medios de comunicación que se apresuraron a tratar de confirmar la infortunada primicia.
La incertidumbre aumentó, dejando más interrogantes que respuestas sobre lo sucedido en aquella mañana cargada de desconcierto. Tal vez este nombre, por sí mismo, era ajeno para muchos, pero su apodo permitió que muchos lo identificaran de inmediato.
‘Mango Jelly', así era conocido por quienes lo veían a diario en las playas de Spratt Bight. Con su vestimenta particular y su cabello ‘rasta’, se ganaba la vida cantando para los turistas que disfrutaban de su alegría y su interpretación de melodías clásicas del reggae. Sus canciones transmitían mensajes de ‘peace and love’, y quizás algún visitante del Archipiélago alguna vez le habría escuchado entonar: Sun is shining, the weather is sweet, yeah. Make you wanna move your dancing feet now, contagiándose de su energía rastafari.
Muchas anécdotas lo rodeaban. Su historia trascendió más allá de las islas, llegando a oídos de periodistas de diferentes partes del mundo que buscaban entrevistarlo, pero él nunca asistía a dichas citas. Un día, simplemente dejó de frecuentar las playas de Spratt Bight, desconociendo las razones por las cuales abandonó lo que consideraba su “escenario artístico”.
Lo que sí podemos decir es que aquella mañana del lunes 31 de marzo, Mango Jelly decidió volver a la luz pública para cantar su última canción. Quería dejar un mensaje implícito y, con ello, dar un cierre quizás poético, quizas profético a su carrera. Son especulaciones.
Como buen rastafari, su despedida debía ser una protesta o una crítica social, un llamado a la reflexión sobre el amor, la familia, la solidaridad con el prójimo y la dignidad que el Estado debería garantizar a sus ciudadanos.
Ese sería el mensaje que, de manera simbólica, dejó para muchos en su partida. No lo haría en las playas de Spratt Bight, entre los turistas que tantas veces lo escucharon, sino en un lugar que representa la historia y la unión del pueblo raizal: The First Baptist Church.
Sabía que desde allí su voz resonaría por toda la isla. Se preparó para subir a la parte más alta de su tarima. Quizás, en ese momento, buscó inspiración, echó un vistazo a su alrededor y contempló la inmensidad del mar de los siete colores, imaginando que aún había esperanza para cambiar el mundo y más acá, la isla que lo vio nacer.
Como cualquier otro artista que se lanza al público para ser ovacionado, él decidió hacer lo mismo. Tomó un último impulso desde lo alto del campanario del emblemático templo para interpretar su última canción, una que nos enseñaría lo estruendoso que es el silencio, lo ensordecedor de no tener respuesta, lo ruidoso que puede ser la ausencia de palabras, el clamor de una súplica sin eco, la desconexión de no comunicarnos…
A esta canción la llamaría: el silencio del reggae.
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