Yo soy carnívora, por convicción cultural y por falta de paciencia. Tengo sesgos machistas que me resbalan por el ADN: los heredé como se hereda el miedo a los sapos o el gusto por el plátano frito. No me disculpo por eso. Digo malas palabras, muchas. Me parecen un recurso semántico más rico que la hipocresía.
Creo que la actividad física está sobrevalorada: los que corren todas las mañanas, a mi parecer, están escapando de sí mismos. No me gusta estar con mucha gente más de una hora; los grupos grandes me dan comezón en el alma. Y aunque me eduqué entre franciscanos, el Opus Dei y los jesuitas, no soy religiosa. Estoy segura de que, si alguna vez hubo cielo para mí, lo perdí cuando rechacé bautizar a la tercera hija de alguien con quien que ya ni hablo. Aun así, tengo agendado el madrinazgo de una mujer de cierta edad. En julio. Por cariño a su madre, no por fe.
Pero esta libertad mía –esta conciencia de que en la mayoría de las religiones no tengo más que un pase directo al infierno– no me pesa. Al contrario. Me permite caminar con cierta ironía entre las ruinas de este nuevo templo: el activismo digital. Esta fiebre de ‘ser algo’. Como si la gente hubiera olvidado cualquier otro mecanismo de defensa y decidiera sublimar en masa. Todo es causa. Todo es trauma. Todo es identidad. Y, lo más triste, todo es obligatorio.
Me río, a media cara, de esa moralidad casi victoriana que circula como un virus entre los que creen que 'postear' es protestar. Me espanta ese activismo pluripotencial, que abraza todas las causas sin sostener ninguna, con todas las correcciones políticas del momento y la capacidad de cancelarte por no usar el pronombre correcto o por no tener un gato. Feministas que toleran infidelidades por no desmontar la idea de su vida perfecta y el aplauso de quien las lastima; veganos obsesionados con replicar el sabor perdido de un salchichón; animalistas que celebran la Navidad con pólvora. Todos ellos y yo, dando vueltas en el mismo infierno, en la misma comedia: el siglo XXI.
Yo me quedo con los que se ríen de sí mismos, con los que no piden perdón por existir aunque se esfuercen por ser mejores en silencio, sin pancartas ni hashtags. Con los que se emborrachan de duda como Bukowski, con los que escriben con la escopeta cargada de verdad como Hemingway. Con los que saben que el alma también tiene barro y que no todo se limpia con likes.
Me quedo con los que lloran sin subir stories, los que no militan para pertenecer, sino que se apartan un rato para no joder. Con esa gente que sabe que vivir ya es bastante revolución.
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Este artículo obedece a la opinión y/o discernimiento del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.