El mundo en el que vivimos parece olvidar que en principio el hombre es un migrante eterno. Nuestro origen como especie nos confinaría a todos, a ocupar la sabana sub sahariana sin hacer otro movimiento que el de acomodar a estas siete millones de almas en un espacio compartido con animales y selva.
Después de eso, todos somos migrantes. Llegamos, antes o después, por estrechos congelados, embarcaciones dirigidas o naufragios, traídos por otros o a bordo por voluntad, ocupando todos los paisajes que podíamos alcanzar.
La quietud no nos es lógica. No es normal para un humano limitarse al espacio que conoce, es nuestra naturaleza expandirnos, en el espacio, en el tiempo. Pero también nos es natural encontrar las diferencias que nos consignen a grupos más pequeños: razas, naciones, países, tribus, clanes, familias, equipos, cualquier cosa que nos separe hasta valorar nuestra diferencia como si cada consigna fuera una medalla.
El humano aprendió a definirse por el dios en el que creía y aunque fueran todas versiones de la misma historia, valía la pena romper a espada a quien no pecaba igual. Podía creer que el nivel de melanina en la piel lo define más que la personalidad, y con esta bandera decidimos quien era mejor y más apto.
Nominamos norte y sur a un planeta redondo flotando en una esquina de la galaxia y decidimos que al sur quedaba lo prescindible y al norte lo necesario.
Obviamos lo obvio, que nacemos todos de la misma manera, morimos de la misma manera y sin importar el momento en el que apareciéramos en un lugar, nadie ha logrado hasta hoy escapar del destino mortal que todos nos acude, sea del grupo A, de la tribu B, de la raza C, del país D, del equipo E.
Desde afuera, para el observador estelar desprevenido, debemos vernos como hormigas que circulan en la superficie de una naranja, enojadas entre ellas, todas iguales a la hora de ser eliminadas por nada más que algo de agua, la agitación misma de la fruta o el paso de una mano que evacúa los insectos y sigue sin remordimientos.
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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.