Cuando completó los cincuenta pesos, atravesó corriendo el pueblo roto en donde vivía. Un pueblo que en el espectro, estaba más cerca de ser un caserío grande que una metrópoli y que, como prueba de esto, cumplía con los estándares del chisme que se esperan para estas densidades poblacionales.
Corrió hacia la choza que tenían destinada para ser iglesia, con la firme intención de gastar todo eso que había ahorrado, en una venganza que sólo podía calificarse como divina.
El día que se dio cuenta de las continuas infidelidades de Emiliano con todas las mujeres casamenteras en un radio de veinte kilómetros, desde el rio hasta el pie de la montaña, lloró por veintiún días, hasta formar un pequeño charco a los pies de su hamaca. Pasó instintivamente por todas las etapas del duelo, pero la rabia no parecía desaparecer en la reconciliación y volvía en olas cada vez que veía las cartas escritas por el implicado.
Cuando vio al padre Romuliano, pidió con urgencia la confesión. No tenía un pecado distinto al de la ira, y más bien quería una dispensa por lo que planeaba hacer. El sacerdote contuvo la risa durante todo el sacramento, y recibió de la muchacha las monedas sin hacer ningún comentario. El sentido del humor del hombre de Dios le había dado dos vueltas al valle. Esta solo sería una de esas anécdotas que planeaba contarle a su Creador, cuando lo llamara para rendir cuentas.
El domingo llegó, quizás más lentamente que de costumbre, y los implicados se miraron en la puerta de la iglesia, con la complicidad de quienes están a punto de soltar un triquitraque en un velorio. La misa transcurrió sin novedades, los coros, el evangelio, el salmo y la comunión. Llegado el final cuando era el momento de los anuncios parroquiales, el cura empezó a actuar como si súbitamente recordara un anuncio que había olvidado: “Y sí, esta misa la ofrecemos por el alma de Emiliano Puerta, para que alcance, si puede, la salvación”.
La congregación explotó. La abuela de Emiliano se desmayó enseguida, y tres muchachas en las filas impares ahogaron un grito de horror. “Como que el alma?” Saltó a preguntar el tío del homenajeado. El padre Romuliano levantó las manos a la altura del pecho y con las palmas hacia el público trató de calmar a la multitud. “Paren un poco, paren un poco… Emiliano no ha muerto, pero por su comportamiento, digamos libertino, una persona de la comunidad ha decidido empezar a dar misas para garantizar que su alma alcance el cielo. Mejor dicho, no está muerto, solo es malísimo”, comentó el clérigo con picardía.
Lo que sucedió después de semejante broma, fue que las peticiones de la comunidad para hacer misas con propósito disminuyeron significativamente. Y como con cualquier mercado, el valor de la misa cayó en picada.
La muchacha volvió a ahorrar centavo a centavo, y con el propósito de no dejar morir de hambre al cómplice de su travesura, pidió cinco misas más. Eso sí, aprovechó el nuevo precio. Esta vez la ofrenda fue dirigida para la recuperación del sentido del humor del pueblo entero y la salud de la abuela de Emiliano.
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