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Sigue amaneciendo

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Parece domingo, hoy tampoco he podido dormir… toda la noche estuve con un libro que ha resquebrajado una parte de mi espíritu. Helga Weiss y su vida en el ghetto de Terezin y los campos de concentración. Pegan las 6.01 y por fin lo termino, busco un vaso de agua y me dejo caer sobre una de las sillas del patio de mi casa.

Estoy debajo de unas columnas blancas de aire magistral, me encandila una leve luz blanca que se ha vuelto intermitente, se ha roto por el medio y aunque ilumina, también me incomoda, la combinación es un desastre, igual al circuito mental que se ha desarrollado en mi cabeza...

Intento respirar, hago el ejercicio convencional de inhalar para luego botar el poco aire limpio que recién entra por mi cuerpo. Levanto la mirada y soy afortunado. Es el Caribe puro y duro.

Aun siendo miope, puedo ver la grandeza que arropa el horizonte: es el mar celeste que se estrella contra las rocas cafés. Me gustaría verlo en detalle, pero es absurdo. Solo puedo ver a un metro de distancia. Tengo 24 años y mi vista está destrozada.

Es entonces cuando decido mirar poco, para escuchar más: es una mañana de contrastes, la palmera verde se tambalea y, contra el viento, genera un sonido que es propio del arco al tocar el arpa. Un poco atrás, tenemos al mar, la inmensa agua que se admira, pero no se entiende. Suena iracundo, con una majestuosidad que ensordece. Cualquiera que busque desafiarlo se verá en aprietos. El mar da ventaja: al principio puedes palparlo, tocar el fondo, pero, a medida que avanzas, te vas quedando sin superficie, te va comiendo la longitud… Algo así sucede con la verdad de mi vida…

Tengo el control, poseo ciertas certezas que se sitúan sobre la vista, sobre la superficie. Pero cuando quiero más, me hundo. Un hundimiento que no mata, pero trastorna. Siento que me ahogo, y es ahí donde no quiero, no quiero morir ahogado. Vuelvo, nado con fuerza hacia la orilla, hacia donde no llegan las criaturas, donde siento que tengo el control, un hipotético control. Pero al regresar, me doy cuenta de que el mar se sigue estrellando nuevamente contra las rocas.

Es loco cómo pienso a diario en la verdad, ese ejercicio mental necesario que se vuelve destructivo. Pienso en Dios, y en la culpa que me arrasa. La felicidad que me esquiva, y nunca llega para quedarse, la familia tan distante, que no se va pero tampoco quiere estar. Pienso en el balance, en mi padre, en mi madre, en el amor de mi vida, al que le dije que se fuera. Pienso en los excesos que me inundan, pienso en aquellos que se convierten en lo que juraron que nunca serían, en los amigos que tuve y que ya no siento cerca, pienso en todo esto y me doy cuenta que vivo en la niebla de mis pensamientos, estoy aletargado, y me aterra, la soledad, la tristeza, todo esto me aterra.

Qué extraño cómo tantos temas se condensan en la verdad, y al tratar de ahondar en ella, me desbarato. Me deja titubeando cuando, al frente, solo tengo el futuro, ese gigante tan incierto como el mar, que a veces golpea fuertemente contra las rocas y otros días, completa su ironía perpetuando sus olas suavemente en una quietud perfecta que no arrasa ni lastima.

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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.

 

 

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