La Palabra de Dios hoy nos invita a comer. En el lenguaje bíblico comer significa asimilar, comulgar. Estamos frente a un contenido de fe muy profundo, el creyente debe comer a Dios, comulgar con él, alimentarse de él._Pero a diferencia de lo que sucede cuando comemos cualquier alimento en el que nosotros asimilamos su contenido nutricional...
En este caso, cuando comemos el Pan de Vida Eterna, ese pan nos asimila a nosotros, y quedamos convertidos en lo que comemos. Comer a Dios nos convierte en cuerpo de Cristo, es asimilarnos a Él.
Los últimos tres domingos hemos venido meditando el capítulo sexto del evangelio de san Juan que traza un proceso en el que nos va llevando del alimento corporal con el milagro de la multiplicación de los panes, hasta el Pan espiritual que tiene como punto culminante el pan de Vida eterna que es Jesús Eucaristía. Quiero valerme de la práctica común en los restaurantes, donde presentan la carta en la que vienen normalmente tres componentes de una cena: la entrada, el plato fuerte y el postre. Detengámonos en estos tres elementos que nos presenta la Palabra de Dios de este vigésimo domingo del tiempo ordinario.
La entrada o primer plato lo sirve el libro de los proverbios y se trata del plato de la sabiduría. Dice el autor sagrado: “La sabiduría su ha construido su casa plantando siete columnas, ha preparado el banquete, mezclando el vino y puesto la mesa… “Vengan a comer de mi pan y a beber de mi vino que he mezclado, dejen la inexperiencia y vivirán, sigan el camino de la prudencia”. (Prov 9, 1 – 6).
La sabiduría de la que habla el texto, procede de Dios, y está destinada a ayudar para que el ser humano encuentre el sentido de su vida, que no sea un viviente inexperto, sino un viviente prudente. Este alimento no lo ofrece el ser humano, es fruto de la sabiduría divina. Por eso, se hace indispensable alimentarnos de la Palabra de Dios, meditarla y descubrir el plan que Dios tiene para cada uno de nosotros.
Tener un proyecto de vida ajustado al proyecto de Dios es fuente de felicidad. Quien vive para Dios vive plenamente y la dicha se nota en su diario vivir. Quien no ha encontrado el sentido de su vida, su existencia es raquítica, flaca y sin sabor; es una vida arrastrada y amarga, que se contenta escasamente con sobrevivir. Quien come a Jesús, se ajusta a su proyecto. Aquí sucede algo muy grande y muy bello, que Jesús se encarna en nuestra vida.
El segundo plato es el plato fuerte y lo sirve el mismo Jesús. San Juan ha consignado en su evangelio este testamento invaluable del Señor: “Este es el pan que ha bajado del cielo; no como el de sus padres, que lo comieron y murieron; el que coma de este pan vivirá para siempre” (Jn 6, 58s). El Pan de vida es Jesús, es el plato fuerte, es un pan celestial. El pan es su cuerpo y la bebida es su sangre, y comer y beber de Jesús producen vida eterna. Ese alimento es servido para nosotros en cada Eucaristía. El banquete más nutritivo que tiene la Iglesia es el banquete eucarístico; no hay otro alimento más nutritivo que este.
Cada Domingo y en cada celebración eucarística el Señor sirve a la mesa el banquete de su cuerpo y de su sangre, al cual estamos invitados todos. Comulgar eucarísticamente nos permite tener vida eterna pues el Señor nos resucitará en el último día. Comer a Jesús es permitir que Jesús habite en nosotros y que nosotros habitemos en él. El que recibe sacramentalmente a Jesucristo vivirá por Jesús, es decir, su vida tiene que reflejar a Jesús, vive como él vivió y para Él. En definitiva, el que comulga con Jesús vivirá con dignidad y felicidad esta vida y se perpetuará en la eterna. Por eso, el plato fuerte de nuestra fe es la Eucaristía, y no pueda faltar en la mesa del cristiano. Atendamos la invitación que nos hace el salmo de hoy: “Gusten y vean qué bueno es el Señor” (Sal 34).
El tercer plato es el postre y lo sirve san Pablo cuando escribe a los Efesios: “Fíjense bien cómo andan; no sean insensatos, sino sensatos, aprovechando la ocasión porque vienen días malos” (Ef 5, 15ss). Quien se ha alimentado bien, vive bien. El testimonio de quien comulga con Jesucristo tiene que hacerse visible. San Pablo menciona tres signos que evidencian que estamos bien alimentados espiritualmente. El primero, que no vivimos aturdidos, sin saber de dónde venimos ni para dónde vamos, sino que tenemos claro el proyecto que Dios nos ha trazado. Segundo, que estamos llenos del Espíritu Santo que nos muestra el camino del bien y no nos dejamos llevar por el libertinaje. Y tercero, que recitamos himnos y cánticos inspirados, cantando con toda el alma para Dios.
Estos son mi madre y mis hermanos, lo que como María Santísima encuentran en la Palabra de Dios el sentido de su vida, lo alimentan en la Eucaristía y obtienen vida eterna.