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EDNA.RUEDEA2La búsqueda de identidad parece ser una consigna universal en este siglo. Como si fuera una pregunta que acude a todos, todo el tiempo, nos cuestionamos, no solo ¿Quiénes somos? Sino probablemente con mayor frecuencia: ¿Qué somos?

Las respuestas que parecían obvias hasta finales del siglo pasado, empezaron a tener matices que rebasan el tiempo que nos da la modernidad para la reflexión, ya no solo existen esos estándares obvios, como los biológicos, los de raza, o los relativos a la religión –en la que habíamos sido criados–, los que nos determinan. Nos estamos cuestionando de manera permanente, si eso que me constituye es inmutable.

Existe entre los diagnósticos en psiquiatría uno que podría ayudar a ejemplificar esta suma de dudas. Cuando se habla de depresión, por ejemplo, se acude a esta como patología crónica, un trastorno de personalidad o parte de un síndrome que asocia su antónimo, la manía. Entre los tipos de depresiones, se acumulan distintas acepciones, con características, algunas tan sutiles, que dejan pendiente el determinismo como única opción: Trastorno depresivo mayor (a menudo denominado depresión). Trastorno depresivo persistente (distimia), o trastornos depresivos inespecificados, que incluyen los que vienen con ansiedad, melancolía, psicosis o catatonia, los que aparecen cerca del parto, los que se relacionan con un patrón estacional, o con el periodo menstrual, entre otros.

Incluso para calificarse como depresivo, las opciones son tantas que la identidad, el diagnóstico, se vuelve una discusión que puede terminar por confundir.

Y para esto la respuesta parece ser dada desde un lugar improbable: la física, especialmente la cuántica. Entre las novedades que ha traído esta disciplina, existe la teoría de cómo afecta el observador al átomo. Lo que se observa con detenimiento, tiende a tener un comportamiento diferente. ¿Entonces?

¿Construimos una identidad para que el otro nos identifique? ¿Para encajar en una categoría que el otro entienda? ¿Para que el observador nos reporte como parte de un grupo identificable? ¿Qué es primero entonces, la identidad intrínseca o la que complace al observador?

Esta discusión termina por afectar el lenguaje, la política, pero sobre todo y casi de manera menos apreciada, lo que cada individuo piensa de sí mismo: si es una víctima, un sobreviviente, un verdugo o un indiferente, estará mediada por lo que la identidad clasificatoria le asigne.

Está claro que esta ruta de pensamiento nos protegió por años, nos dio los alimentos consumibles y nos libró de venenos, pero también encontró características absurdas para justificar masacres y nos declaró enemigos incluso entre quienes tenían millones de particularidades en común.

¿Somos toda la historia antes de nosotros incluyendo las partes en las que seamos nosotros los villanos? ¿Qué somos? ¿Quiénes somos? Podría ser un concepto simple como ‘humanos’, si alguna vez llegamos a simplificar este concepto.

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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.

 

 

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