A diez años del fallo de la Corte Internacional de Justicia (CIJ) de La Haya, en el Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina se puede afirmar, sin temor a exageraciones, que el aforismo que reza ‘lo que no mejora, empeora’, es una realidad de sus habitantes cuya calidad de vida continúa en franco deterioro.
Colombia sigue con su atención puesta en el alto tribunal, encarando las otras demandas barajadas por Nicaragua (de hecho, ha reforzado su presencia allí) y continúa entre tanto con los consuetudinarios y necesarios patrullajes navales en el área escindida por los jueces internacionales, cada vez más visitada por barcos pesqueros que violan las aguas restringidas.
Por otra parte, si bien el fallo provocó en 2012 una reacción del gobierno central expresada en el nombramiento de algunas personas de las islas en altos cargos en Bogotá y en las misiones diplomáticas de Colombia en el Caribe, más el giro de algunos recursos económicos para objetivos puntuales, esta resultó paliativa y no resolutiva de los problemas derivados de la decisión de la CIJ.
Los efectos sociales de la sentencia siguen intactos. Además, la importancia de la Reserva de Biosfera Seaflower también se ha visto afectada por ese fallo de La Haya, ya que la mitad del maritorio en cuestión quedó en manos de Nicaragua que hasta ahora no muestra la capacidad técnica ni científica para cuidarla.
El desacato de Colombia conllevó un debate jurídico que aún no termina y que ha desplazado la opción de negociar con Nicaragua directamente un tratado bilateral para sobrellevar la sentencia de noviembre de 2012, como ha sido planteado por la misma CIJ y varios expertos nacionales.
En otras palabras, Colombia se ha dedicado durante esta década a invocar disposiciones de su derecho interno para aplazar la obligación internacional. Razón por la cual el impacto de la sentencia en el pueblo raizal y sus implicaciones, tanto en el medio ambiente como en el derecho internacional, han permanecido al vaivén de las mareas.
La actividad pesquera –industrial y artesanal–, ha disminuido en gran medida con consecuencias irreparables en el empleo, por un lado, y en la soberanía alimentaria de las islas, por el otro. Las vedas son irrespetadas por barcos pesqueros nacionales y extranjeros que se llevan las especies que se pretenden cuidar con estas medidas, entre otras cosas.
En lo que atañe a la seguridad en esa zona marítima recién delimitada por la CIJ, las acciones ilícitas relacionadas con el tráfico de drogas, de personas, de armas, y de dólares, pese a estar siendo enfrentadas con dureza por Colombia, constituyen el dolor de cabeza más grande que no deja dormir tranquilas a las autoridades.
En este sentido, las repercusiones de dicha sentencia judicial siguen casi intactas y golpean directamente el diario vivir de los raizales. Las soluciones integrales que reclama la situación actual continúan en la cabeza de los gobernantes o en el papel sobre los escritorios de los burócratas locales y del gobierno nacional.
En el territorio insular se perdieron no solo áreas de pesca para el sustento de los isleños, sino tradiciones y fuentes de inspiración cultural y espiritual de gran valía.
Como vemos, con el fallo de La Haya de 2012 los isleños sufrieron un duro revés que tampoco derivó en el fin de la vieja ‘sensación de abandono’ por parte del Estado colombiano que los habitantes del archipiélago han tenido históricamente, ni hubo la suficiente contrapartida social que se anunciara con el famoso Plan Archipiélago.
Al final de cuentas el balance de estos diez años del fallo de La Haya no es bueno para nadie en las islas. De ahí la necesidad de que los gobiernos de Colombia y Nicaragua garantizen los derechos humanos de cada uno de los habitantes del territorio insular habiéndose agotado prácticamente la vía legal escogida para resolver la disputa limítrofe de antaño.
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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.