Guy Montang es el protagonista de Fahrenheit 451, la novela de Ray Bradbury cuyo argumento cuenta las estrategias de un gobierno ficticio que busca crear una sociedad sin libros. Para lograrlo organiza un ejército de quemadores de libros.
Guy Montang es uno de ellos. Pero, en el transcurso de la historia cambia. Descubre su vocación de bombero literario. Se convierte en un salvador de libros del fuego y también en fugitivo.
Me sentía parte del ejército de Guy Montan cuando el hombre soltó la pregunta: ¿Cuál es la utilidad de llevar libros a un archipiélago que se debate entre los huracanes, ajustar los decibeles de los turistas o vivir en un autismo político inexplicable?
__ Utilidad? ¿Utilidad? Realmente ninguna contesté, mientras miraba fijamente al personaje de la política local que me cuestionaba.
Lo dije con sinceridad y cansancio. La utilidad suele ser un argumento retorcido cuando se trata de un dialogo sobre el “conocimiento” y en ocasiones también cuando se trata de libros.
Los profetas de la rentabilidad por siglos han combatido el ocio con frases tan letales como “la letra con sangre entra” o “trabajen vagos”, el estribillo que pretendió eliminar de un tajo la literatura y la música contenidas en las protestas del Paro Nacional que marcó la historia reciente del país.
La forma más fácil de iniciar la hoguera contra los libros es eliminarlos de los presupuestos destinados a la cultura. Empecé a trastabillar en la respuesta. ¿De verdad tenía que responder? Recordar, por ejemplo, que las islas sobreviven por hurgar en la memoria vestigios de lo que alguna vez fueron. Que aquí la palabra es un ejercicio de supervivencia. Que tenemos la facultad de leer hasta la lluvia y que estamos enfermos de utilidad.
Que nos inventamos 'ferias' para justificar una vida por fuera del circulo concéntrico del hastío. Y que incluso podemos obviar la palabra fiesta o festival pero insistimos en que nos permitan conservar la palabra libros.
Que en años anteriores logramos que toneladas de ellos atravesaran el país en barcos, en aviones y se instalaron en nuestras bibliotecas como la leche Carnation en las cocinas. Casi a los gritos le dije que habíamos logrado la publicación de la colección La raya en el ojo y que hoy esos cinco títulos de autores de las islas recorren todos los rincones del país.
Les recordé que más de cien escritores de diversas partes del mundo entraron en dialogo directo con nuestros narradores, poetas y músicos, porque más que letras, nos interesa el dialogo sobre nuestra realidad. Incluso el pasado 2020, en medio de la pandemia que nos azotó y mató más de ciento treinta personas conocidas (aquí todos somos familia, parientes, o vecinos) logramos hacer una FILSAI virtual y en una sola actividad, más de trescientos niños de los colegios públicos de la isla se conectaron por Wasap para hacer los talleres de la Nubecita viajera.
Y es que teníamos que hablar de nubes. Especialmente de las que se juntan con otras venidas de lados más fríos y paren huracanes como el IOTA, que arrasó la isla Providencia y la dejó sin casas, sin hospital, sin colegios, sin bibliotecas, sin hoteles y con pocas esperanzas de recuperarse con prontitud.
¿Cómo se hace una feria en estas condiciones? Con dolor, pero con firmeza. Comenzando de cero, Inaugurando una forma distinta de estar y acompañar. Hacerla como se abre una tienda de campaña para sacar palabra por palabra de los escombros.
Hay que escuchar atentamente, sobre todo a los niños. Recoger las historias que detuvieron la furia de los vientos, reconocer los gestos de la solidaridad que se cuentan como escamas de pez loro y sugerir más que imponer una caricia que mitigue tanto exhibicionismo institucional frente a la tragedia.
También puede trasladar los grados 'fahrenheit' a centígrados y descubrir la temperatura espiritual que se requiere para quemar un libro.