“Antes nos moríamos distinto”. Dijo el portero de la clínica como excusa para no dejarme entrar. Asentí, di media vuelta y me marché.
–“Ni tan distinto” pensé, mientras intentaba recordar el número exacto de líderes sociales asesinados en los últimos meses. A veces la perturbación ante la muerte tiene un carácter selectivo.
Dos días después, la persona que quise ver murió y la cuarentena arreció como un aguacero invencible. La muerte de mi amigo fue solo un enunciado sin cuerpo, sin contrargumentos y sin evidencias.
Mientras tanto, en Ecuador la policía sorprendía a cuatro personas de una misma familia cuando intentaban pasar un cadáver como un pasajero dormido en el campero conducido por su primo. El argumento para semejante hazaña era que no querían enterrar a su familiar en una fosa común o en un contenedor como había dispuesto la alcaldía de Guayaquil.
En la Guajira, una mujer indígena murió tres veces. Primero de eclampsia, luego de sospecha y después de soledad. La última muerte fue la más difícil, quizá alcanzó a sentir el terror de ser sepultada fuera del cementerio familiar por absurdas razones administrativas. Sin llanto, sin el arrullo de los suyos y con el estigma de una pandemia, el infortunio no podía ser peor. Por suerte, su hermano logró convencer a las autoridades municipales de trasladar su cuerpo a Amuuyuu donde ahora reposa con sus ancestros.
Las imágenes de los muertos pandémicos dentro de barcos anclados en un destiempo sin puerto me persiguen como un gato con hambre. Los despojos en los cruceros, en las pequeñas y grandes embarcaciones convertidos en fantasmas de ultramar, navegarán en nuestra memoria durante mucho tiempo.
Hasta anteayer el padre de Angie Paola Parada, una joven de 22 años, deambulaba entre hospitales y cementerios buscando el cadáver de su hija porque, según le dijeron los funcionarios del servicio de salud de Ocaña, había muerto hace 20 días, aislada, sola e incomunicada por sospecha de pertenecer al redil de la pandemia. Hoy le avisaron que el examen salió negativo para Covid 19 sobre un cuerpo que parece haberse esfumado en el aire.
La frase del portero sigue dando vueltas en mi cabeza. Ahora nos morimos distinto; más solos que antes. Y no es la muerte lo que asusta; ¡qué va! Lo que nos apabulla es el carácter selectivo, la ausencia del ceremonial luctuoso de los abrazos. Entrar a la muerte sin un símbolo que se instale en la memoria de los deudos.
Esta pandemia que convirtió la muerte en el único espectáculo de masas ¿también nos despojará del carácter místico de nuestro último relato?
No lo acepto. Me revelo a esta forma de condena
Renuncio a las muertes estadísticas sin nombre y sin historia.
Renuncio a la cifra sórdida que desvanece los atributos humanos y los lanza a la fosa común de la esperanza.
Me niego a la muerte despojada de caricias
Me niego a la muerte que no sea de la risa.