Pandemia, turismo y crisis económica en el Archipiélago

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La imagen puede contener: 1 persona, primer plano y exteriorLas monoculturas son formas de producción que se centran en un solo producto. El término viene de la agricultura y hace referencia a la práctica, relativamente reciente, de cultivar sólo una producto. Y digo reciente porque a lo largo de la historia de la humanidad, hasta hace pocos siglos, la forma de cultivar se centraba en un modelo opuesto, conocido como la pluricultura o agricultura diversificada.

Como su nombre lo indica, estos son modelos de producción agrícola fundamentados en el cultivo de muchas especies y tienen una ventaja sobre las primeras: su diversidad garantiza su capacidad de reponerse con rapidez a cambios desfavorables o de resistirlos.

Es importante señalar que las ideas asociadas a la monocultura y la pluricultura pueden ampliarse para entender procesos productivos más amplios. Así, se habla de economías monoproductoras, que dependen de un único producto, frente a economías diversificadas, que dependen de varios.

Pero, más aún, la investigadora y activista india Vandana Shiva nos habla de monoculturas de la mente, entendidas como formas únicas de pensar que generan modelos de producción que destruyen la diversidad y legitiman la destrucción como progreso, crecimiento y mejora. Al decir esto, ella está pensando en las formas como las monoculturas agrícolas han ido progresivamente acabando con los modelos agrícolas diversificados, en nombre de un ‘progreso’ que puede ser puesto en duda.

Al final de cuentas, en la actualidad, el modelo agrícola industrial, que se fundamenta en la monocultura, es el causante de gran parte de los problemas ambientales que enfrenta la humanidad (deforestación, contaminación, cambio climático, agotamiento de suelos, desecamiento de fuentes hídricas), al tiempo que no ha sido capaz de acabar con el hambre. No obstante, nos han convencido de que es el más eficiente.

En ese sentido, Shiva nos propone una cosa más: las monoculturas (agrícolas, económicas, mentales, que están, al final de cuentas, todas relacionadas) son una fuente de escasez y pobreza, tanto por destruir la diversidad y las alternativas, como por destruir el control descentralizado de sistemas de producción y consumo. En palabras más fáciles, las monoculturas son una fuente de destrucción de la autonomía.

Algunos apartes de la historia del Archipiélago nos pueden servir de ejemplo para entender lo anterior. Para el caso de las monoculturas, encontramos un modelo incipiente, en los siglos XVIII y XVI, asociado a la plantación de algodón en el contexto de la esclavización de los africanos; y uno posterior a la emancipación, asociado al coco, que duró hasta después de la mitad del siglo XX.

Para el caso de las pluriculturas, los pequeños cultivos de pancoger que se les permitieron a los esclavizados, tradicionalmente conocidos como-Provision Ground, en donde se cultivaba una diversidad de productos agrícolas, quitando a los esclavistas parte de la responsabilidad de alimentarlos, y añadiendo productos a sus mesas; y, más tarde, paralela a la economía del coco, la pequeña agricultura campesina, desarrollada principalmente por los descendientes de los esclavizados en las tierras entregadas a estos, muchas de las cuales fueron precisamente los Provision Ground.

La economía del coco nos muestra también algunas de las desventajas de las monoculturas: el fin de la misma estuvo asociada al agotamiento de los suelos, así como a la entrada de plagas, que le dieron su estocada final. Por su parte, las ventajas de la pluricultura se evidencian en su persistencia, durante la caída del coco, y su importancia para garantizar alimento en medio de la crisis que siguió, la cual resultó de un conjunto de procesos que se aunaron hacia la mitad del siglo XX. Estas formas agrícolas plurales, a las cuales se adiciona también la pesca artesanal, fueron tan importantes, durante los últimos dos siglos, para garantizar la alimentación del Archipiélago, que muchos sectores de la población raizal las adoptaron, y persisten, aunque debilitadas, hasta la actualidad.

Turismo ¿monocultura económica?

Pero quizá el mejor ejemplo de una monocultura económica y mental en el Archipiélago es el turismo. En San Andrés y Providencia llevamos décadas destruyendo un modelo de vida diversificado, y altamente autónomo, para construir una monocultura del turismo que hoy, en medio de la pandemia, nos ha sumido en una crisis de la que será difícil recuperarnos. Nos convencieron primero, y nos convencimos después, de que la única alternativa económica para el Archipiélago era el turismo.

Como sabemos, el turismo puede producir bastante dinero (para unos cuantos), aunque no necesariamente mucho bienestar. En efecto, como lo ha mostrado la profesora Johannie James de la Sede Caribe en varios de sus trabajos, el turismo en San Andrés produce una gran cantidad de empleo, pero la mayoría de este es precario, al tiempo que los impactos ambientales y sociales son elevados.

Quizá sea conveniente recordar que, para montar este modelo, durante los últimos setenta años, las islas han ido cerrando por completo sus posibilidades económicas hasta reducirlas a una única. Ello se hizo a costa de la eliminación y subordinación de las formas tradicionales de vivir en el territorio, las del Pueblo Raizal, que eran precisamente esas formas diversificadas de las que he venido hablado, asociadas a la pesca, la agricultura y la navegación comercial, así como una diversidad de trabajos ejercidos por los isleños para garantizar la vida en la isledad (y no insularidad, porque las islas casi nunca han estado aisladas). Estas formas tradicionales fueron catalogadas, y aun lo son, como arcaicas, subdesarrolladas, poco eficientes, no modernas, poco productivas. Nadie vio en ellas su conexión con el entorno, su enorme adaptabilidad y su garantía de bienestar para miles de personas.

No obstante, la monocultura turística ha entrado en crisis como consecuencia de la pandemia. Lo que parecía imposible, que las islas no recibieran turistas, ha sido una realidad en los últimos tres meses. Y con ello salen a flote las profundas fracturas y contradicciones de este modelo. De repente, tienen sentido los clamores de controlar el turismo; los reclamos por soberanía y seguridad alimentaria; las denuncias de la sobrepoblación. De repente, nos enfrentamos al hecho incuestionable de que poco nos preocupamos por generar alternativas a este modelo que, como otros, podía fallar, y en efecto lo hizo, como era de esperarse dada su insostenibilidad fundamental.

Mientras tanto, esas formas de vida diversas y diversificadas, cada vez más desplazadas y desvaloradas, sobre cuya destrucción se ha montado gran parte del modelo, hoy cobran una importancia renovada. Después de todo, lo más básico hoy es el alimento. Los y las pescador@s y agricultor@s que han mantenido esas actividades “improductivas”, “poco eficientes”, “subdesarrolladas”, que quizá no produzcan tanto dinero como el turismo pero que, sin duda, producen bienestar.

Más aún, que están entre quienes más aportan a reducir nuestra enorme vulnerabilidad. Después de todo, su producción sigue alimentando, como siempre lo ha hecho, a cientos de personas que hoy no tienen con qué pagar por comida, a través de esas importantes redes de solidaridad y reciprocidad que aún mantiene el pueblo raizal y que hoy se extienden hacia muchos no raizales.

Ojalá esta pandemia nos sirva para reflexionar sobre el perverso e insostenible modelo monoeconómico que hemos instaurado sobre estas islas, así como para valorar otras formas de vivir en el territorio. Me preocupa sin embargo que el único eco que se escucha en las redes sociales y en las alocuciones institucionales de las islas es una oda, entre nostálgica y aterrada, pero casi siempre irreflexiva, a ese turismo masivo y destructor que nos ha caracterizado.

Como si lo único que pudiéramos hacer es volver a lo mismo: una monocultura económica y mental insostenible y altamente vulnerable. Como si no pudiéramos ser capaces de aprender absolutamente nada de lo que esta pandemia tiene para enseñarnos.

(*) Antropóloga, Profesora Universidad Nacional de Colombia, Sede Caribe / Miembro de la Fundación Sea, Land & Culture Old Providence Initiative y la Organización de Jóvenes Raizales R-Youth.

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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresen