Cuando oímos al presidente de la Casa de la Cultura, Samuel Robinson Davis, narrar con meticulosa memoria la cantidad de reuniones a las que asistió en los últimos 20 años con funcionarios del ministerio del ramo, de la gobernación o de la misma presidencia de la república; sentimos vergüenza.
Es lo mínimo que se puede abrigar ante la indiferencia estatal, local y nacional, por devolverle a la comunidad un centro cultural tan significativo y vital, como lo fue en otrora.