¿Quo Vadis Insula? La felicidad, como todo lo intangible, es una entuerta abstracción. Lo mismo ocurre con el verbo ser. La felicidad la percibimos cercana, a siete metros de distancia, con colores naranja, lapislázuli, rosados, etc., si estamos en un estado de optimismo; en el lejano horizonte, inalcanzable, oscuro y gris, si el estado es de pesimismo.
Perseguimos la felicidad siempre y obstinadamente, como si una vez acorralada y palpable entre los dedos, fuese imposible que se nos escape. Obviamente esto es una ilusión, un auto-engaño. 'Ser' feliz es sólo para los dioses.
Así las cosas, ¿qué tiene de cierto entonces la sugestiva sugestión de, “Don’t Worry Be Happy”? Tanto los libros sagrados como los laicos nos dicen que el objetivo básico de la vida humana es de ser feliz—ya sea en el aquí y en el ahora, o en el más allá, o, lo que sería aún más deseable, y de ser posible, en ambos estados y realidades. Sin embargo, estrictamente hablando, “ser” feliz, como el objetivo de la vida es una trampa sicológica; nadie puede “ser” feliz; ningún ser humano. La condición humana no nos permite semejante privilegio, reservado únicamente para los dioses del Olimpo griego y otros—y ni siguiera para ellos, puesto que estos alados y todopoderosos seres pasaron la mayor parte del tiempo en querellas intestinas: definiendo quién tenía más poder y conocimientos; quién tenía más potestad sexual y espiritual; quién podía defender y ser más celoso con sus atributos y bienes; quién podía tomar más vino y ser más sabio; quién era más importante y arrogante, etc. Es decir, los dioses y diosas tenían todas las características y pasiones de los pobres y lamentables humanos— ¡qué tristeza! Y pensar que todavía, luego de más de 5.000 años de vida terrenal, seguimos con las mismas tribulaciones. Las experiencias terráqueas, post Big-Bang, no nos han enseñado nada diferente. Porque si hubiéramos aprendido algo, no seriamos lo que hoy somos: altaneros, soberbios, cínicos, mentirosos, glotones, ansiosos, etc., con poco amor y esperanza.
El verbo “ser”, siendo en mi opinión uno de los verbos más difíciles en el idioma de Cervantes, nos complica más la ya compleja vida comunicativa--además de otros compliques cuando yuxtaponemos el español con el que heredamos en nuestro medio de comunicación vernácula, o sea, en nuestro inglés dialectal: como con las dificultades con los subjuntivos; también antepongo, con demasiada frecuencia los adjetivos antes de los sustantivos; de igual forma, frecuentemente se me olvida posicionar correctamente los verbos reflexivos, etc. Pero ahí voy, haciendo idioma al andar. Por eso, y muchas otras razones seguramente, se nos imposibilita el deseable estado de “ser” feliz.
Los verbos en los diferentes idiomas, y en las oraciones, siempre habían sido las palabras claves, las más expresivas e importantes—al menos en la gramática tradicional. Hoy por hoy, el correo electrónico y la posibilidad de “textear” modifican todo lo que Cuervo y Caro et al trataron de enseñarnos. El verbo “ser”, que es lo que nos interesa por ahora, como verbo copulativo representa un estado o una cualidad. Por otro lado, también representa un verbo abstracto; es más, por antonomasia, es un verbo intransitivo y por tanto, no acepta la forma pasiva. Me explico: si yo afirmo, “Mi nieta tomó la pluma”, puedo convertirla en voz pasiva afirmando, “La pluma fue tomada por mi nieta”. Empero, si concluyo que, “Mi hija es una profesional”, no puedo a renglón seguido afirmar que, “Profesional es por mi hija”, sin caerme en un esperpento lingüístico.
De modo que, regresando a la posibilidad humana de “ser” feliz, hay mucha tela de dónde cortar. “Ser” feliz, de ser posible, y no lo es, en primer lugar representaría un estado permanente, ligado intrínsecamente a la persona individualmente considerada, no transferible a otros agentes sociales—por eso, nosotros, hombres y mujeres, no deberíamos esperar que otras personas, y mucho menos el estado, nos hagan felices; la escurridiza felicidad es otra tarea no delegable; es totalmente nuestra responsabilidad, y querer delegarla es una acto de irresponsabilidad con nuestro propio destino.
Por otro lado, es posible considerar asimismo que la felicidad tampoco puede ser un estado permanente, estrictamente hablando. Si Viviana se graduó como arquitecta, es arquitecta, y es muy probable que siga siendo arquitecta el resto de su vida—sería un estado, en condiciones normales. Pero también forzosamente debemos aceptar que Viviana, además de “ser” arquitecta, también es madre, bella, hermana, amiga, hija, etc., condiciones que igualmente la ubican con los rasgos del verbo “ser”. Todo esto como consecuencia de nuestra capacidad y la necesidad de nuestro mundo moderno de realizar múltiples tareas a la vez, sin que nos defina una en particular, como persona. Sin embargo, si Pedro es feo, ni con cirugía plástica se convertiría en un Adonis. El verbo representa otro estado: la intransferible fealdad de Pedro como cualidad desde su nacimiento hasta la muerte—y recordemos que existe una fealdad física y otra espiritual, y hay personas con los dos rasgos.
El verbo “ser” en las condiciones citadas representa estados normalmente extendidos en el tiempo y en el espacio, cobijado, codificado, y modificado en su significado debido a diferentes circunstancias, ajeno no pocas veces a su propia naturaleza, con altibajos típicos de la condición humana. Sé que es difícil ser objetivo con la felicidad. Es otro término pletórico de abstracciones y verbos condicionales (me gustaría ser feliz; yo sería feliz si no fuera por mi suegra; yo podría ser feliz si tuviese más plata, etc.) que usamos como excusas para no aprovechar nuestros momentos de felicidad—que prácticamente es lo único que podemos y debemos hacer.
De modo que insisto que “Don’t worry, be happy” es otro engaño; es una falacia filosófica. ¿Que ni los pájaros ni los lirios se preocupan por su diario vivir, pero de todos modos viven sin preocuparse por la sequía o la falta de grano, y son felices? Pues no son humanos. Estos seres no trascienden su naturaleza de animales y vegetales. ¡Qué bien para ellos; suertudos que son!
No recuerdo quien dijera, “Yo soy yo y mis circunstancias.” Los humanos, supuestamente racionales, pero complicados animales hasta no más, trascendemos nuestra naturaleza y cuestionamos a diario nuestras condiciones y circunstancias: ¿De dónde vengo y por qué estoy aquí? ¿A dónde voy? ¿Cuál es el origen del universo, su causa absoluta? ¿Cuál es el sentido real de la vida? ¿Por que existe la maldad? ¿Por qué existen los manipuladores políticos? ¿Por qué existe la pobreza y las consecuencias de ésta? ¿Por qué tememos la oscuridad física, mental y emocional? ¿Podré “ser” feliz algún día? etc. Todas estas preguntas nos impiden “ser” felices, realmente, porque no tenemos claro sus respuestas; y si hay respuestas, sólo responden parcialmente, y no del todo satisfactoriamente, los interrogantes existenciales de la especie humana. Y no hay respuestas fuera del estado objetivo de nuestras condiciones, por mucho que empujemos los botones.
Entonces, ¿estamos condenados, como humanos, a descifrar por nosotros mismos cuáles son las respuestas más pertinentes a nuestras actuales circunstancias, sumergidos en nuestras propias y colectivas soledades? Pues sí, compañeras y compañeros—me apena afirmarlo en un positivo tan rotundo, pero es la verdad. Por tanto, en vez de conjugar el absoluto verbo “ser” cuando se trata de la felicidad, es mucho mejor y más honesto desde el punto de vista de la expresión lingüística, más práctico y menos exagerado, si conjugamos en su presencia el más humanista verbo “estar”, el primo hermano de “ser” en español, y aceptar con poética y prosaica resignación que tanto la vida como la felicidad es solamente cuestión de momentos.
En conclusión, cada momento que nuestro Creador nos dé, y que nosotros debemos asumir con total responsabilidad, hay que aprovecharlos lo máximo posible, homenajeando siempre ese canto a la vida, ese “Himno a la Alegría” que nos regalara con una júbilo indescriptible nuestro amigo Ludwig van Beethoven en su novena sinfonía, aceptando que todos, sin excepción alguna, estamos en la misma barca, remando en la misma mar caribeña, en las mismas circunstancias, hacia las mismas costas y orillas—y a pesar de que ahora los nicas y otros, en condiciones no muy claras y con el fétido olor a negociazos y a dólares debajo de las mesas, pretendan decir que lo que históricamente es nuestro, ya no lo es. ¿Será coincidencia, o más bien efecto de la sutileza del idioma anglosajón que el verbo “to be”, represente tanto el “ser” y “estar” a la vez? ¡Vaina de los gringos, australianos, británicos, canadienses, etc. seguramente!