Junto a la linde espumosa del mar Horace camina lento, confortado por el viento alegre que no mueve ni un ápice de su luenga cabellera de duros rizos, como lianas, copiada de la fotografía de Bob Marley que aparece en los discos compactos. Luce adusto, inabordable, arrolladoramente altivo, para quienes no alcanzan a comprender su timorata naturaleza.
Visto en lo externo impresiona por lo anárquico de su atuendo: un suéter de rayas de colores que contrasta con su tez oscurecida, el pantalón azulenco sujeto con una correa angosta de fibra sintética exornada con una hebilla de aluminio, y unos zapatos de tenis gastados que se hunden inexorablemente en la arena coralina. Podría considerarse sencillamente que destella una rara mezcla de primitivismo y extravagancia. No va a ningún lado, espera que el escogimiento de su destino lo haga el acaso, es arisco a la rutina ya que cree que la certeza de lo predeterminado no deja lugar al ensueño. En fin, procura darle tiempo al imperio de la casualidad.
Luego de observar el panorama, se sienta en el malecón mirando hacia el oriente marino y aspira profundo al aire salífero que acarrea la marejada. Se deshace de los pequeños audífonos que porta en los oídos, extrae del morral el cachito de marihuana que había previsto fumar y lo enciende con la deliciosa ansiedad que provoca el gusto. No hay ninguna palabra para él de parte de los quiosqueros, aunque varios de ellos ya lo estaban extrañando; sólo percibe la mirada curiosa de los escasos turistas asomados a los balcones del hotel de enfrente como si hubieran visto a un discípulo de Jah.
Una vez bota la primera bocanada de humo, dedica toda su atención al crepúsculo que prorrumpe ante sí y se deja distraer por su enternecedora luminiscencia naranja que persiste hasta que las manos gigantes de la noche lo tapan por completo. Después se sube a la torre de los salvavidas. Desde allí puede contemplar el amplio prado celestial sembrado de granos titilantes en cuantía innumerable y el disco orificado de la luna llena cual moneda imperial que aureola el Johnny Cay. No tarda en sentir la insondable sensación de placidez que buscaba con aquel pasecito. Luego, en estricta fidelidad a sus técnicas donjuanescas, se coloca de espalda al ensombrecido mar, se vuelve a poner los minúsculos aparatos acústicos, y comienza a tararear No woman, no cry.
Su nombradía entre las veraneantes, que no proviene justamente de sus refinamientos amatorios sino del promocionado calibre de su falo, comenzó cuando determinó abandonar la escuela y sumarse al pequeño grupo de fieles y efusivos seguidores del músico jamaicano que pretendía entonces cambiar el mundo con sus bellas canciones de paz y libertad. Aunque pronto se dio cuenta que nada era como se había atrevido a soñar, que aquella hermandad no sólo era para rendirle pleitesía a Jah sino al reggae y a la marihuana de la que se envició de modo irremediable. No pudo echar pie atrás pues ya era arrastrado por la frenética ola del espejismo. Además, debido a su estampa sui generis se había convertido en el semental más preciado de las turistas. Fue así como descubrió que la satisfacción completa se halla en la fogosidad de la carne y no en los actos heroicos. Entre las visitantes que más lo asedian están las extranjeras de origen europeo, que son las que en mayor número llegan en busca del codiciado goce total. De este modo, el hombre rebelde, temperamental, ajeno a los intereses materiales, preocupado por la razón y los sueños, respetuoso de los dictados de la experiencia enmendadora que estaba formándose en la escuela, sucumbe al vértigo inacabable de los romances pasajeros.
El viento, que arriba agitado y caluroso de lo más lejano del océano, trae al poco rato el rumor de unos pasos pesados que aplastan el mar de la orilla, el cual no advierte debido a la música que inunda sus oídos. Son los de un hombre alto, viejo, de pómulos salidos, igual de enflaquecido que los cocoteros de la playa, con una guitarra que aferra con su mano derecha. Envuelve su melena, que se insinúa abundante, con un forro tejido de lana de colores verde, negro y amarillo. Conserva una barba esponjosa, ya plateada. Las botas empapadas de su pantalón se adhieren a sus tobillos como empaques de salchichas. Tiene un aire de cansancio que no niega el tremendo esfuerzo que le costó arribar hasta allí. Horace sólo se percata de su presencia cuando éste se pone delante suyo. No lo reconoce, cree que es otro rasta pasado de la traba. Pero al repararlo mejor lo invade esa terrible lástima que brota siempre de lo que hay de noble en cada ser humano, y se quita los audífonos cuando éste le hace señas para que lo escuchara.
- La gente que estaba tratando de hacer este mundo peor no se tomó ni un día libre – dice el recién llegado, serio, con aire de grande frustración.
- ¿Quién eres tú? –le pregunta Horace denotando no entender sus palabras.
- Soy Bob Marley –asegura el anciano.
A lo que Horace reposta:
- Y yo soy Jesucristo –convencido ahora de que desvaría.
Y Horace, que ya era presa del desespero debido a que no aparecían por ningún lado las hembras que aguarda, da media vuelta para marcharse. Mas el vagabundo lo hace retornar a su posición anterior para darle la medalla de oro que lleva en su pecho, oculta bajo la camisa. Éste se niega al principio a aceptarla pero luego la acoge pensando en que otro día cuando estuviera en sano juicio se la podía devolver y se la guinda en el cuello. Y mientras se aleja en solitario, percibe los pasos del anciano le siguen y se da prisa para escapársele como sea. Pronto lo pierde de vista. Retoma lo que queda del cachito de marihuana, cuya ascua ya revela una presurosa agonía, y vuelve a fumar como sabe.
En la cabeza lleva ahora el único interés de que aparezca la fortuna, pero ninguna de las rubicundas turistas que persigue asoma por aquellos lares después de transitar por los alrededores un poco más de media hora. Al volver al sitio donde se halla la torre de los socorristas, se topa de nuevo con el anciano que se encuentra sentado en el malecón, envuelto por la semioscuridad del sector, apartado de la gente, como harina de otro costal. Le extiende una corta sonrisa que no le corresponde, cuando se cruzan sus miradas, y sigue su camino. A poco se percata de que el viejo marcha detrás de él y se hace el desentendido.
Más adelante, mientras se regocija con una cerveza helada que ha comprado en el quiosco de la esquina, lo ve cruzar por la puerta del lugar a pasos menudos como de tortuga y se conmueve tanto de su andar que enseguida se levanta de la silla y corre a alcanzarlo para invitarle a tomar un trago. Pero no ve a nadie. Al regresar a la barra, con el seño fruncido por lo extraño de la situación, se da cuenta con un asombro incomparable que lo que luce en su pecho es la medalla de la Paz de Bob Marley, la que entregara en 1978 las Naciones Unidas de Nueva York, tras verla en la televisión del bar que estaba dando la noticia de su desaparición y de la búsqueda afanosa en que andaba la policía del mundo. Y desde entonces la esconde muy bien, incapaz de poder explicar cómo llegó a sus manos.