La reciente expedición que llevó a un grupo de isleños a lo más septentrional del territorio marítimo sanandresano a bordo de un buque de la Armada Nacional, representó una experiencia que en tan sólo cinco días, debido a lo convivido, a lo escuchado y a lo sentido por los presentes, bastó para comprender lo que es y ha sido la contundente soberanía que se ha ejercido a lo largo de varios siglos sobre estas islas y su mar.
Vivir de cerca la experiencia de visitar los paradisíacos cayos y transitar por las mismas aguas en las que pescan y navegan a diario hombres isleños cabezas de sus hogares, también sirvió para plantearme un interrogante: ¿a quiénes realmente afectan las decisiones de delimitación territorial, tomadas por honorables jueces y disputadas por mandatarios situados a miles de kilómetros de distancia de la zona en contienda?
Todos ellos están lejos de comprender las consecuencias sufridas por los que ahí habitan, viven, crean la historia de su pueblo y buscan su sustento de vida.
Este interrogante de por sí viene acompañado de su respuesta casi automática, pero la travesía -de la que por fortuna hice parte-, en la que conviví durante varios días con personas que han sido o son protagonistas de lo que en estos mágicos escenarios sucede, me ayudó para comprender con mayor profundidad la magnitud de lo que corremos, el riesgo de perder en el actual litigio con Nicaragua y también de lo que ya hemos perdido.
Por siempre soberanos
Bajo el lema: ''Somos, estamos y aquí nos quedamos, por siempre soberanos', iniciamos la expedición, llevada a cabo por iniciativa del Defensor del Pueblo, el ciudadano raizal Fidel Corpus Suarez. Partiendo desde la capital insular en el buque ARC San Andrés de la Armada Nacional, bajo la comandancia del Capitán de Navío Arnold Arnedo Rojas y acompañados del Jefe de Estado Mayor Capitán de Navío, Cesar Martínez Pardo.
En ese momento éramos cuatro periodistas sanandresanos: Carlos Pusey de la Christian Radio Station e integrante de la organización raizal Amén SD; David Licona y Omar Prieto de Ediciones El Rayo y mi persona, en representación de la Casa Editorial Welcome.
Al llegar a nuestra primera parada, la vecina isla de Providencia, subieron a bordo de la expedición Crispin Newball Archbold en representación de la Alcaldía Municipal; los periodistas Anthony Howard Bent y Patricia Osorio, Antonio Archbold Howard, Bernardo Bush Howard, Antolín Newball Archbold y Antolín Newball Castellar; todos hombres que han ejercido alguna actividad relacionada al mar en mayor y menor medida, al igual que sus ancestros.
Ya estando completos, partimos al medio día en un recorrido de aproximadamente 16 horas rumbo a Serranilla, el cayo fronterizo con Jamaica. El largo tiempo que pasábamos a bordo mientras se navegaba hacia los cayos, se prestaba como espacio propicio de tertulias en la cámara de oficiales que, luego de las distintas comidas, nacían espontáneamente debido a la vasta experiencia marinera de los presentes y al sin fin de anécdotas que cada uno tenía para contar.
Capitanes de altura
El capitán Antonio Archbold Howard, un verdadero hombre de mar que a sus 74 años de edad (lejos de aparentarlos) seguramente pasó mayor parte de ellos en el agua que en la tierra, fue quien gracias a sus vivencias narradas, sirvió para ilustrar en mi imaginario de cómo eran las cosas antes, en la gran familia del Caribe occidental y cómo han venido cambiando negativamente debido a los conflictos internos y externos entre los países vecinos y a la intromisión de barcos pesqueros extranjeros a practicar pesca abusiva y sin control.
“Las costas de Nicaragua, Costa Rica, parte de las de Panamá y Honduras, eran como un solo territorio. En cada uno de estos sitios hay muchos familiares nuestros -evocaba el Capitán- La gente que en un principio pobló las islas fue la misma que llegó a esos sitios. Mis abuelos y tíos iban a pescar tranquilamente a la costa de Nicaragua. La pesca en todo el archipiélago era muy abundante y los peces tan gordos que no alcanzaba el aceite para fritarlos…”, aseguró Archbold Howard, desde la cabecera de la mesa opuesta a la que estaba sentado el Capitán del buque.
Finalmente, a eso de las 4:00 am llegamos a la lejana Serranilla. Cuando asomaron los primeros rayos de la luz del sol, algunos subimos al puente de mando (lo más alto de la embarcación) para apreciar, en mi caso por primera vez, a nuestro territorio por encima de la superficie más lejana del archipiélago y del país.
Su majestad Serranilla
Empezar a vislumbrar el cayo con la adaptación de la vista a la oscuridad cuando apenas asomaba el alba; su silueta que se hacía notar gracias a la blanca arena y la espuma de las olas que golpeaban en los arrecifes, en contraste con la oscuridad del cielo y del mar. Después verlo con mayor claridad mientras despedíamos la última estrella en el cielo y finalmente ver a Serranilla con plena claridad bajo el alto sol y por encima del azul turquesa del mar caribeño multicolor.
Así fue que llegó la hora de bajar y pisar tierra colombiana luego de una larga jornada de navegación. Lo primero que se hizo fue saludar a los soldados que habían cumplido su mes de prestar servicio manteniendo vigilia sobre el lejano cayo. Fue un saludo enfático y sentido el que dieron los raizales que venían en la expedición a los Infantes de marina, como quien da las gracias a alguien por cuidar de su hogar durante un largo tiempo de ausencia.
Posteriormente se procedió a realizar unos sencillos pero sentidos actos soberanos protocolarios. Los once miembros de la expedición, los Capitanes de navío, los Infantes que cuidaban los cayos; todos alrededor de la bandera tricolor rezaron al todo poderoso y entonaron el himno nacional.
Luego el Alcalde (e), Crispín Newball Archbold y el capitán Antonio Archbold Howard dieron un discurso cargado de un fuerte sentido patrio en el que expresaron como a lo largo de la historia del archipiélago los hombres de las islas han venido ejerciendo soberanía con absoluto respeto por la naturaleza y sus recursos, al igual que en el presente con la compañía y decidido apoyo de la Armada Nacional en sana convivencia con los pescadores isleños.
Navegando entre perlas
Luego de realizar una caminata de reconocimiento alrededor de Serranilla y tomar un breve descanso, nos embarcamos nuevamente rumbo al próximo cayo. Otra vez en la cámara de oficiales, donde providencianos y sanandresanos, raizales y de origen continental, junto a capitanes y oficiales de la Armada Nacional de distinta procedencia -sin duda una muestra multiétnica característica de nuestro país- nos sentábamos a compartir el alimento y las experiencias de vida.
El capitán Antonio Archbold continuaba narrando… “Anteriormente íbamos con frecuencia a las costas de Nicaragua a practicar la caza artesanal de Tortuga Carey. Su caparazón, entre los años 40 y 50, se comercializaba a 30 dólares la libra. Una vez agarramos una tan grande que con la venta de su caparazón pudimos comprar un pequeño buque para pescar…”
“…En esos tiempos había mucha circulación marítima entre las costas centroamericanas por actividades de exportación o intercambio de productos como el mango, el aguacate y la naranja. También venían a Providencia amigos y parientes de distintas islas del Caribe, como Cayman, para participar y apostar en las regatas de catboats”
Tortugas y chernas
Mientras el capitán Archbold seguía compartiendo sus experiencias, de repente un grito de triunfo venido desde la cubierta interrumpió la conversación: Antolín Newball había pescado una cherna de buen tamaño. Junto a su hijo Antolín Jr., desde el inicio de la travesía venía mostrando su entusiasmo y sus ansias de tirar el nylon y atrapar un pez en las ricas aguas por las que atravesábamos.
Habían obtenido un buen ejemplar y otros más de menor tamaño que en una de de las próximas paradas a los cayos pudimos compartir entre los miembros de la expedición, los capitanes de la Armada y los infantes que cuidaban la isla, lo cual representó otra muestra de la forma sencilla y pura que tienen los pueblos de ejercer soberanía.
Luego vinieron los cayos Serrana y Roncador. El primero, con su gran tamaño y las playas de ensueño que aparecían tras las curvas de sus bahías sorprendiéndonos una y otra vez durante nuestra caminata de reconocimiento; sin duda, las playas más lindas que mis ojos hayan visto jamás. Además, su imponente barrera arrecifal: pude ver dónde empezaba, pero me quedé con las ganas de ver su final.
Y el segundo, Roncador, con su gran ecosistema que pudimos apreciar tanto en el agua, como en superficie. Corales por doquier y cientos de aves de distintas especies que lejos de la civilización cuidaban con tranquilidad a sus nidos y a sus crías.
Roncador era el último cayo por visitar; habíamos terminado nuestro extenso recorrido por las fronteras azules de Colombia y ya era tiempo de regresar a la vieja Providencia para dejar a los allí. Luego culminaría la travesía dejándonos a los sanandresanos en nuestra isla capital que ya extrañábamos.
El fin de un sueño
Ese tramo final decidí aprovecharlo para seguir escuchando y nutriéndome de la rica experiencia del capitán Archbold, quien de noche prefería subir a cubierta a analizar el paso de las olas y mirar las estrellas que bajar a su camarote a dormir.
Me contó cómo se fueron deteriorando las relaciones entre los países vecinos afectando así la hermandad que siempre existió entre los pueblos de sus respectivas costas caribeñas. Me contó como los pescadores de otros países empezaron a abusar de la recolección de huevos de aves que llegaban a migrar a los cayos, permaneciendo hasta seis meses afectando así su hábitat y su reproducción.
Luego me explicó cómo los barcos pesqueros de otros países, debido a su gran tamaño que podían ser detectados por los radares colombianos, transportaban hasta el límite territorial a cientos de pequeñas pangas para que extrajeran hasta más no poder las langostas, caracoles y peces de las aguas sanandresanas sin que su presencia pudiera ser detectada por los buques de nuestro país.
Así fue que caí en cuenta que en esos tiempos de tranquilidad fronteriza y de explotación moderada del recurso pesquero, todo alcanzaba para todos; pero hoy en día -con probabilidad de perder parte de nuestro mar territorial a manos de un país con claras intenciones de adelantar explotaciones petroleras- nuestra gente corre el riesgo de quedarse sin buena parte de sus recursos ictiológicos…
Esa franja azul turquesa del horizonte hermoso y conmovedor… Ese ‘pedacito’ de mar que Dios nos dio.
Publicada en EL ISLEÑO impreso, edición #13