Todos los días eran iguales. Al entrar a casa, encontraba sobre la mesa de algarrobo al costado del pasillo la correspondencia ordenada: cuentas, subscripciones, promociones y personal. Se deslizaba con cuidado para salir del saco del traje sin dañar el satín que lo forraba, y que no toleraría un remiendo más, lo colgaba en el perchero a la derecha de la puerta.
Caminaba por el pasillo hasta el comedor, donde se sentaba frente a un plato de comida caliente, un vaso de vino que no se vaciaba nunca y unos cubiertos en los que su reflejo envejecía cada día.
Luego del protocolo que le significaba la cena, se iba a la sala; frente al televisor se adueñaba deun sillón que se le adaptaba perfectamente a la columna maltrecha, a su mano derecha sobre el apoya brazos, encontraba siempre el control remoto, apoyaba sus pies sobre un pequeño banco acolchonado y luego de una lucha menor, un pie quitaba al otro el zapato, para ver los calcetines también remendados.
Entrada la noche y después de ver el programa de deportes, una fuerza más precisa que la inercia lo llevaba hasta su habitación y en las mañanas amanecía en su pijama, sin un recuerdo exacto de lo que había sucedido entre el programa y la habitación, tal vez consecuencia del vaso inagotable de vino, que cada noche parecía perseguirlo por todos los ambientes de la casa.
Se dormía cada noche con una sensación a la que no bautizó nunca, como tampoco se interesó en averiguar cómo las luces de la casa parecían predecir su presencia, prendiéndose y apagándose según se desplazaba, como se encendía la calefacción en invierno y como se apagaba en verano.
Ese día pasó algo distinto.
Al entrar a casa, la puerta tenía la resistencia que le oponían las cartas en el suelo, al quitarse el saco, notó el satín descocido desde los remiendos y al buscar el perchero, no pudo hallarlo.
Caminó a la cocina, para encontrarse la mesa vacía, la pileta de los trastos llena de platos sucios, a pesar del esfuerzo de las alimañas por quitar los residuos de comida. Como pudo encontró una botella de vino y se hizo al último de los vasos limpios, llenándolo de tal manera que se desbordó un poco, mezclándose promiscua con la capa de polvo que crecía sobre la mesa.
Ya en la sala, el sillón no pareció tan grato, no pudo entender su espalda como de costumbre, no alcanzó el control remoto que se encontraba a unos incómodos cinco centímetros de su mano extendida. La mínima lucha que tenían sus pies para sacarse los zapatos, se convirtió en una batalla inútil que no lograba desprender el calzado de sus extremidades. Y esa noche no hubo fuerza misteriosa que lo llevara hasta su cama.
Se quedó dormido en sillón traicionero, despertó adolorido, con el vaso de vino volcado sobre el control remoto, encendidas las luces de la casa, las cartas acumuladas y desafiantes, los platos sucios. Entonces lo recordó: Ella había muerto y la sensación de ser amado había muerto con ella.