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Leones en el pueblo

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Edna Rueda AbrahamsLa familia vivía en una casa cuadrada, de paredes amarillas y resignación. La madre una mujer de oficio invisible cocinaba entre el vapor del arroz y la radio que repetía noticias que no cambiaban. El padre obrero de construcción, alma de hombros pesados regresaba cada tarde con el cemento aún pegado en las uñas y el espíritu disuelto en rutina.

Los hijos, dos, de diez y doce, jugaban con una pelota desinflada, mientras el tiempo pasaba como un perro viejo echado en la acera. Nada nuevo ocurría en aquel pueblo.

Hasta que llegó el circo.

Primero fueron los carteles: un payaso que reía con dientes grandes, una mujer barbuda con mirada de reina cansada, dos leones de ojos dorados. Luego el desfile, el tambor, el olor a maní y aserrín. El pueblo entero corrió tras el ruido, como si por fin algo pudiera romper la costra de los días iguales.

El padre fue. No porque amara los circos, sino porque algo en su pecho reclamaba una pausa. Vio a los leones tras las rejas: músculos que respiraban, belleza que dolía.

Los días siguientes fueron distintos. El hombre ya no hablaba en el almuerzo ni reía con sus hijos. En el trabajo, dejaba caer la pala en el cemento y quedaba inmóvil, mirando la línea del horizonte como si esperara oír algo. Sentía que entendía a los leones: su encierro, su quietud, la obediencia disfrazada de mansedumbre.

A veces pensaba que él también vivía en una jaula: la del deber, el horario, la pobreza.

En su cabeza, comenzó a conversar con ellos: Les hablaba en silencio, imaginando que los animales le respondían con una mirada cómplice, una aceptación que ni su familia ni el mundo parecían ofrecerle.

Una madrugada, convencido de que había nacido para entenderlos, se levantó. Caminó descalzo, siguiendo el ruido lejano del circo dormido. El guardia roncaba, el cielo olía a hierro húmedo. Se acercó a la jaula y, con manos que temblaban más de emoción que de miedo, abrió el candado.

Los leones salieron como quien recuerda quién es. No rugieron: simplemente caminaron, cruzaron la plaza, olfatearon las casas. El pueblo dormía, pero pronto empezó el coro: gritos, vidrios rotos, puertas derribadas, un caos que parecía una fiesta de locos.

El padre los siguió. Les hablaba como se le habla a un amor imposible. Cuando uno de los leones se giró, él creyó ver comprensión en esos ojos redondos, y dio un paso al frente.

Fue el último.

En el instante antes del dolor, alcanzó a entender: no era uno de ellos. Nunca lo había sido. Solo un hombre cansado que confundió su jaula con la de las bestias, y su deseo con su salvación.

El amanecer lo encontró partido en silencio, mitad carne, mitad lección.Los niños del pueblo decían que lo devoraron con ternura, tragando con la culpa.

Después, el circo se fue. El pueblo volvió a la calma. Y cuando el viento pasa entre las láminas del techo, parece que el aire ruge. La gente recuerda que hay afectos que ciegan, amores que confunden compasión con entrega, y naturalezas humanas o animales que no se cambian ni con toda la ternura del mundo.

Porque al final, hasta el amor más puro puede tener colmillos.

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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.

 

 

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