Como en casa está prohibido hablar, mis padres se inventaron el código de las doce y media. Un código que consiste en escribir en media cuartilla los pormenores del día. Hija de Beatriz y Ferdinand, a mis padres se les llena la boca al decirlo.
Se lo dicen para sus adentros o frente al espejo. Mi madre, interesada en la actuación desde joven, se cruza en el cuello una bufanda de plumas de garza y dice: Leonora, hija de Beatriz. Mi padre hace gárgaras alargando las sílabas de mi nombre: Leeeeooonooora.
Vivimos en una casa al pie del mar. La casa perteneció al antiguo conde inglés Charles Harbor. Modestia aparte, pero la casa conserva su esplendor, con balcones con vista completa a la bahía que simulan un barco anclado, techo alargado, un ático. En el patio crecen árboles de limoncillo, mango y naranjas.
Mis padres contrataron una institutriz apelando a la educación en casa. La institutriz no duró mucho porque no estuvo de acuerdo con el código de las doce y media. Antes de marcharse, Carlota, que es como se llamaba, me enseñó a andar en bicicleta y a escribir en letra cursiva.
A la prohibición de hablar se suma la prohibición de sostener la mirada por no más de cinco segundos. En sus rostros encuentro afán, pero sobre todo miedo… Algo en mí los aterroriza. En vez de acariciarme con la mirada, me pellizcan como si me prendieran ganchos de ropa en el cuerpo. Les molesta que entre a la casa emparamada de agua salada y que deje un reguero de peces cirujanos detrás de mí.
Anoche, en la cena, se me escapó una risotada. Mi padre la cortó con un golpe fuerte en la mesa del comedor. Mi madre escribió: ‘Siéntate bien’, pasándome la cuartilla por debajo de la mesa. Me pasa las cuartillas debajo de la mesa cuando quiere hablar de ella o cuando quiere evitar una discusión mayor.
‘Leonora, sube a tu habitación. Es hora de ir a la cama. Lávate los dientes’. Escribió después con letra grande.
‘No quiero ir a la habitación’. Le seguí, saliéndome de los márgenes y arrugando el papel de color amarillo quemado.
‘Voy a fumar un puro a la terraza’, con letra impaciente levantándose de la mesa mi padre. Las cuartillas quedaron sobre la mesa junto a los platos con sobras de comida.
¿Cómo se convierte uno en una niña leyendo mensajes en media cuartilla? Llegué a la siguiente conclusión: a mi madre le aterra que tenga sus mismos ojos encendidos, como los de una gata persa, y su temperamento que bulle como la leche en el fogón. A mi padre, que tenga sus manierismos como los de Cyl, la cabra por la que sustituyeron a Carlota.
Por eso se inventaron el código: para que no hable y los saque de tan descabellada equivocación.
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