El pueblo despertó con un estruendo. No fue trueno ni disparo, sino un golpe seco, un sonido de carne y metal contra piedra, como si el cielo hubiera decidido deshacerse de una pieza defectuosa. La plaza, que normalmente solo albergaba las conversaciones de los jubilados, amaneció con un bulto plateado en su centro.
Elisa fue la primera en verlo. Estaba en su ritual de todas las tardes –que, por la rareza de la mañana, se había adelantado– cuando notó un destello plateado en la polvareda. Ese día, sin embargo, no fueron sus dedos los que la maravillaron, sino el cuerpo de un hombre vestido de metal, con un casco tan grande que parecía llevarse la mitad de su alma adentro.
—Es un ángel que se cayó borracho, murmuró Elisa, con la misma certeza con la que cada tarde confirmaba que tenía uñas y nudillos.
El extranjero, de piel pálida y cabellos tan claros como la arena de las playas decentes balbuceaba sonidos incomprensibles. Sus ojos azules eran como pozos sin fondo, y en su frente brillaba el sudor de un miedo bolchevique.
El padre Romuliano apareció con su maletín negro de cuero y su libreta de notas. A diferencia de otros sacerdotes, él no combatía el misterio con agua bendita, sino con ciencia. Tocó su traje, arrancó un pedazo diminuto de la tela y lo guardó en un frasquito con el esmero de quien encapsula un milagro.
—Esto tiene que llegar a la capital –sentenció. Tal vez los científicos saben de qué está hecho el cielo.
Durante semanas, el pueblo fue un hervidero de especulaciones. Maximiliano Grillo aseguraba que el hombre venía de una misión secreta. Doña Antonia, la matrona de la casa más antigua, decía que era un castigo divino. Pero como todo en el pueblo, la novedad se desinfló con la rutina. El alcalde, con su capacidad innata para resolver problemas con la menor cantidad de palabras posibles, decidió que ya era hora de asignarle un oficio.
—Que tape los huecos de las calles.
Y así, el cosmonauta pasó de ser un enigma celestial, para convertirse en parte del engranaje terrestre del pueblo. Su traje plateado se llenó de polvo, sus botas lunares aprendieron a esquivar piedras y su casco, tras ser declarado inútil, fue colgado en la ceiba y transformado en campana. Y con cada ráfaga de viento, el metal resonaba con un eco hueco, un sonido que, según algunos, susurraba palabras en un idioma olvidado.
—Cada vez que suena, el astronauta recuerda quién fue–, decían los más viejos.
Pero el astronauta tenía pocos recuerdos de su antiguo nombre. Se había casado con Mariana, la mujer con la risa más grande del pueblo, quien lo adoptó con la misma paciencia con la que se domestica a un animal herido. Sus hijos heredaron sus ojos de océano congelado y su silencio resignado.
Con el tiempo, su apellido, imposible de pronunciar, fue diluido en el pueblo. Se volvió Pérez. Y cuando alguien preguntaba de dónde venía su familia, Mariana solo se encogía de hombros y decía:
—Del cielo.
Y nadie dudaba de sus palabras, porque aún, en las noches de viento, el casco-campana seguía cantando su historia en la lengua de las estrellas.
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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.