Antonia vivía en una casa elegante, una mansión de otros tiempos que se resistía al olvido. Las cortinas de lino ondulaban con la respiración de la tarde y el suelo de madera, barnizado con paciencia de siglos, crujía como un anciano que se niega a morir.
Pero lo más peculiar de su hogar no era su pulcritud, sino sus habitantes. En el patio, entre matas de plátano y albahaca, convivían un burro de lomo terco, una vaca de mirada indolente y un perro negro de andar sigiloso. A cada uno le había dado el nombre de un político, convencida de que al nombrarlos, obligaba al animal y al humano a compartir alma.
No lo hacía por burla, sino por necesidad. Había pasado demasiados años viendo a los hombres mal gobernar sin conocerlos. Si quería entender sus miserias, debía convivir con ellas, quizás así podría perdonarlos.
La vaca, que engullía con la avidez de quien vive del esfuerzo ajeno, se llamaba Senador Urquijo. El burro, que permanecía inmóvil como si el mundo debía girar a su alrededor, era el Gobernador Gómez. Y el perro, ágil y desconfiado, llevaba el nombre del hijo del presidente: Julián Castaño Jr.
Cuando se anunció la visita del Presidente Castaño, el pueblo se agitó en un frenesí de banderas raídas y discursos de ocasión. Se desempolvaron himnos y se pintaron fachadas con el entusiasmo de un enfermo que se acicala antes de la muerte. Nadie mencionó el puente que venía a inaugurar, ese que no cruzaba ningún río.
Al atardecer, el jefe de seguridad llegó a la casa de Antonia, acompañado de dos escoltas de traje oscuro y mirada vacía. Era un hombre ancho de hombros, con mandíbula apretada como un candado y un andar de soldado curtido en batallas que nunca fueron suyas.
Antonia lo recibió en la terraza.
—Señora Antonia –dijo el hombre–, nos informan que tiene un perro con el nombre del hijo del presidente.
—Así es –respondió ella, sirviendo café en tazas de porcelana–, Julián Castaño Jr. es un buen perro cuando se le trata bien. Si se le deja hacer lo que quiere, se vuelve un problema.
—Debe comprender que esto puede malinterpretarse.
Antonia sostuvo la mirada con la paciencia de un árbol que había visto pasar demasiadas estaciones.
—Le di ese nombre porque creo en la crianza. No sé cómo será el niño Castaño, pero mi perro ha aprendido a no morder la mano que lo alimenta, a no robarse la comida y a no abusar de los más débiles. ¿Puede decir lo mismo del otro?
El hombre tensó la mandíbula.
—Podría tomarse como una provocación.
Antonia sonriendo con la suavidad de quien conoce verdades que otros prefieren ignorar.
— ¿Provocación? No, comandante. Esto es una lección.
—Le recomendaría que tuviera más cuidado con las comparaciones.
—Las comparaciones no son mías. Yo solo observo la naturaleza.
Esa noche, el jefe de seguridad partió con la certeza de que nada en ese pueblo cambiaría, porque algunas verdades son tan antiguas como la tierra misma. Y en la casa presidencial, bajo un techo más lujoso que el de Antonia, un cachorro con el mismo nombre dormiría con la seguridad del poder, pero quizás, solo quizás, sin la misma educación de un perro de pueblo.
Julián Castaño Jr., el perro, vivió 14 años, tuvo 22 hijos con cuatro perras, persiguió hasta sus últimos días a los niños en bicicleta que se le cruzaban. Pero, hasta donde fue conocido, nunca defraudó el erario público, ni tuvo en su haber investigaciones sobre masacres o desplazamientos. El puente sobre el rio inexistente lleva su nombre.
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