Los sigo invitando a gozar los frutos del nacimiento del Señor; en este domingo posterior a la Navidad, coinciden providencialmente dos acontecimientos, la fiesta de la Sagrada Familia de Jesús, José y María, y la apertura en nuestro Vicariato del Jubileo Peregrinos de esperanza.
Este fruto lo podemos sintetizar así: la Navidad redescubre a la familia como tesoro valioso y como comunidad peregrina de la esperanza.
Cuentan que un anciano peregrino recorría su camino hacia las montañas del Himalaya en lo más crudo del invierno. De pronto se puso a llover. Un posadero le preguntó: ¿Cómo has conseguido llegar hasta aquí con este tiempo de perros, buen hombre? Y el anciano respondió alegremente: "Mi corazón llegó primero, y al resto de mi cuerpo le ha sido fácil seguirle".
La familia es una comunidad peregrina hacia la esperanza, pero para llegar a la meta el corazón juega un papel definitivo. Todo funcionará mejor en el hogar si antes de emprender cualquier proyecto, y durante el caminar ya hemos comprometido todo el amor del corazón.
San Juan Pablo II decía que "La familia es para los creyentes una experiencia de camino, una aventura rica en sorpresas, pero abierta sobre todo a la gran sorpresa de Dios, que viene siempre de modo nuevo a nuestra vida". Es una bella definición que hace ver a la familia como una comunidad de vida y de amor, con gran dinamismo interno y por eso avanza en una peregrinación constante en esperanza. La familia es escuela donde se aprende a recorrer los caminos de la vida. Es bueno echar una mirada a la peregrinación de la Sagrada Familia hacia Jerusalén, en la que se destacan tres momentos puntuales.
El punto de arranque, que es Nazaret de Galilea. Todo tiene su comienzo en el hogar. Tenemos que redescubrir la importancia de Nazaret. Allí está el hogar de Jesús, José y María, adornado de silencio oculto y de intimidades profundas. Es ahí donde Jesús se hace hombre, también donde su personalidad se cincela delicadamente para que aparezcan las virtudes humanas en aquel niño y joven que va creciendo en humanismo, en fe y en compromiso con su pueblo, es allí donde se madura el proyecto de vida.
Tener un padre y una madre es un tesoro; sin padre y sin madre es muy difícil llegar a ser persona de bien. Es en la familia donde se aprende a conjugar los verbos honrar, respetar, cuidar y tener compasión de los que habla el libro del Eclesiástico (Cfr. 3, 2 – 6. 12 – 14). Y también donde se aprende a cultivar las virtudes que pide san Pablo, “como elegidos de Dios, santos y amados, revístanse de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia” (Col 3, 12 – 21).
La familia debe ser la institución más importante de la sociedad, por ser la plataforma de lanzamiento de personas de bien para el servicio de la sociedad y de la Iglesia. Tenemos que retomar el hogar y abrigarlo con todos los cuidados posibles. Del hogar se sale a la peregrinación de la vida, y al hogar se retorna siempre a recargar los corazones del afecto más puro que solo allí se encuentra. El hijo de Dios no hubiera sido nada para la humanidad sin no hubiera nacido y crecido en la familia.
El segundo momento de la peregrinación de la sagrada familia es el recorrido a pie, desde Nazaret hacia Jerusalén, superando fatigas y contrariedades. La calle, el camino, la ciudad están siempre llenos de sorpresas y desafíos. Es necesario tener en cuenta que el niño Jesús contaba con doce años que para la cultura judía del momento era la edad en que los niños comienzan a ser adultos, responsables de sus actos.
La familia debe tener en cuenta esa peregrinación que sus hijos van realizando desde que son esperados hasta que salen a la calle, al camino de la vida a realizar sus propios proyectos de vida. Y en este sentido, cuando el niño Jesús se ha quedado entre los doctores de la ley, no se puede decir que se haya perdido, tampoco que ha huido como escapando de sus padres, sino que se ha entregado a una causa que ni siquiera “sus padres” pueden comprender totalmente y ya está dando los primeros pasos en la realización de lo que va a ser su proyecto de vida.
Cuando la Virgen y san José lo encuentran entre los doctores de la ley, Jesús deja salir no una excusa, sino lo que siente que debe hacer en su vida, y que es la voluntad de su Padre. Aquí hay una profunda indicación para la familia, el hogar es donde se descubre la vocación y se aprende a hacer la voluntad del Padre celestial. María dejó salir su dolor causado por la ausencia del Hijo, pero cuando escucha que estaba haciendo las cosas de su Padre, ella calló como signo del respeto profundo por la decisión de su hijo que va madurando. La familia tiene que enseñar a que sus hijos puedan caminar por la calle y por la ciudad sorteando con sabiduría los obstáculos sin dejarse vencer por ellos.
El tercer momento de la peregrinación es la meta, es llegar al templo de Jerusalén, es llegar al encuentro con Dios. Es un momento bello de la peregrinación, porque Dios alienta para seguir el camino, da criterios para caminar, acompaña el recorrido de la vida. Hacer su voluntad debe ser el punto de llegada de toda persona, hacer lo que él espera. Jesús niño, fruto de esta peregrinación quedó convencido y lo dice: “debo estar en las cosas de mi Padre Celestial” (Cf Lc 2, 41 – 52). Esta peregrinación será prototipo de otra que hará ya no con sus padres, sino con su nueva familia, con sus discípulos y que terminará con la entrega de su vida por la salvación del mundo. Nosotros somos peregrinos de esperanza llamados a llegar a la Jerusalén del cielo.
Estos son mi madre y mis hermanos, los que entienden la vida como una peregrinación que comienza en el hogar donde se dan las herramientas para peregrinar en el camino, la calle y la ciudad buscando llegar como peregrinos de esperanza a la Jerusalén celestial. Dios despierto
Su relación con Dios había mutado hasta convertirse en un diálogo cínico y turbulento. Todo dentro de su cabeza, pues no se animaba a contarle el secreto de su agnosticismo creciente a ningún mortal, ni en confesión, ni fuera de ella.
Había empezado a desarrollar la idea de que Dios, si existía, era un anciano que padecía demencia, y que había quedado tan cansado, que después del séptimo día nunca despertó del todo. Buscó evidencia de mención, en alguna parte de el Génesis, de un octavo día, de un día de trabajo que siguiera al descanso, pero no encontró nada. Supuso entonces que todos los diálogos, historias y referencias que la biblia tenía por posteriores, eran nada más que la descripción de las alucinaciones de un Dios que aun estaba somnoliento, y que en consecuencia los hombres se movían sin su supervisión desde la creación.
Pronto su idea delirante fue tomando forma, e incluyó sin hacer mucho esfuerzo a su Tío Joaquín, un hombre viejo como el arcoíris, que andaba sin zapatos, con los pies inmensos y cuarteados, casi poseídos por las patas de un elefante. Joaquín estaba siempre sentado en la esquina de la tienda del centro del pueblo y cada tarde, siempre que el sol se ponía naranja, descubría que tenía manos. Extrañado empezaba por explorar la punta de sus dedos y recorría con asombro infantil, de distal a proximal, sus extremidades superiores, como si acabara de revelársele su humanidad. Elisa empezó a creer que era Dios, que despertaba por un momento, para darse cuenta que estaba hecho a imagen y semejanza del hombre.
Joaquín era el hermano mayor de su madre, así que estaba obligada por la moral y las buenas costumbres a llevarle un plato de comida todos los días. Entonces lo oía murmurarse oraciones, a veces espantaba a los dueños invisibles de las voces que le hacían coro dentro de su cabeza, o dibujaba en el suelo polvoriento, pescados y serpientes aladas, para dar explicaciones largas a seres translúcidos. Nunca la miró a los ojos cuando recibía la comida, ni agradeció la merienda, como tampoco lo hacían las estatuas en la iglesia.
Para Elisa eso bastó para alimentar la idea de que su tío era el mismo Dios en la tierra. Concluyó que en su demencia, el primer nombre que había olvidado era el suyo, lo que daba explicación clara a todas las tragedias que le habían caído. Como la ceguera de su ojo izquierdo, producto de la única gota de ácido que saltó de la estantería del boticario, un lunes cuando tenía cinco años. Su cojera de nacimiento o la muerte de cuanto pajarito le traían a la casa.
El argumento lógico para todo eso: era que su tío era Dios, y que ahora no tenia memoria.
Una mañana, tres días después de la misa del noveno aniversario de la muerte de su madre, encontró a su tío sentado en una mecedora, con zapatos y tomándose una sopa con cuchara. La saludó por su nombre y se mostró amable. Era el tío Joaquín en la versión mas sacra posible. La alegría de Elisa fue de una fuerza tan contundente, que puso a andar el reloj de la plaza, sin uso desde que Joaquín era niño. Dios había despertado y la recordaba.
No hubo ninguna razón para la pérdida súbita de la locura de Joaquín, como no lo hubo para que desde esa tarde, y cada vez que el sol se ponía naranja, Elisa descubriera que tenía manos.
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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.