Su relación con Dios había mutado hasta convertirse en un diálogo cínico y turbulento. Todo dentro de su cabeza, pues no se animaba a contarle el secreto de su agnosticismo creciente a ningún mortal, ni en confesión, ni fuera de ella.
Había empezado a desarrollar la idea de que Dios, si existía, era un anciano que padecía demencia, y que había quedado tan cansado, que después del séptimo día nunca despertó del todo. Buscó evidencia de mención, en alguna parte de el Génesis, de un octavo día, de un día de trabajo que siguiera al descanso, pero no encontró nada. Supuso entonces que todos los diálogos, historias y referencias que la biblia tenía por posteriores, eran nada más que la descripción de las alucinaciones de un Dios que aun estaba somnoliento, y que en consecuencia los hombres se movían sin su supervisión desde la creación.
Pronto su idea delirante fue tomando forma, e incluyó sin hacer mucho esfuerzo a su Tío Joaquín, un hombre viejo como el arcoíris, que andaba sin zapatos, con los pies inmensos y cuarteados, casi poseídos por las patas de un elefante. Joaquín estaba siempre sentado en la esquina de la tienda del centro del pueblo y cada tarde, siempre que el sol se ponía naranja, descubría que tenía manos. Extrañado empezaba por explorar la punta de sus dedos y recorría con asombro infantil, de distal a proximal, sus extremidades superiores, como si acabara de revelársele su humanidad. Elisa empezó a creer que era Dios, que despertaba por un momento, para darse cuenta que estaba hecho a imagen y semejanza del hombre.
Joaquín era el hermano mayor de su madre, así que estaba obligada por la moral y las buenas costumbres a llevarle un plato de comida todos los días. Entonces lo oía murmurarse oraciones, a veces espantaba a los dueños invisibles de las voces que le hacían coro dentro de su cabeza, o dibujaba en el suelo polvoriento, pescados y serpientes aladas, para dar explicaciones largas a seres translúcidos. Nunca la miró a los ojos cuando recibía la comida, ni agradeció la merienda, como tampoco lo hacían las estatuas en la iglesia.
Para Elisa eso bastó para alimentar la idea de que su tío era el mismo Dios en la tierra. Concluyó que en su demencia, el primer nombre que había olvidado era el suyo, lo que daba explicación clara a todas las tragedias que le habían caído. Como la ceguera de su ojo izquierdo, producto de la única gota de ácido que saltó de la estantería del boticario, un lunes cuando tenía cinco años. Su cojera de nacimiento o la muerte de cuanto pajarito le traían a la casa.
El argumento lógico para todo eso: era que su tío era Dios, y que ahora no tenia memoria.
Una mañana, tres días después de la misa del noveno aniversario de la muerte de su madre, encontró a su tío sentado en una mecedora, con zapatos y tomándose una sopa con cuchara. La saludó por su nombre y se mostró amable. Era el tío Joaquín en la versión mas sacra posible. La alegría de Elisa fue de una fuerza tan contundente, que puso a andar el reloj de la plaza, sin uso desde que Joaquín era niño. Dios había despertado y la recordaba.
No hubo ninguna razón para la pérdida súbita de la locura de Joaquín, como no lo hubo para que desde esa tarde, y cada vez que el sol se ponía naranja, Elisa descubriera que tenía manos.
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