Era tan solo una niña de siete años cuando entendí que la religión no era una herramienta para mejorar al ser humano, sino muchas veces para dividirlo y encontrar excusas para oprimir a quienes no comparten sus mismas creencias._A esa edad descubrí que mi otra lengua, el Creole, había sido convertida en un 'caballo de batalla' que mi propio pueblo utilizaba para excluir a otros, replicando lo mismo que tanto detestaban que se les hiciera.
Esta certeza nació de una experiencia que me marcó profundamente. En la escuela dominical de la iglesia Bautista a la que amaba asistir para escuchar la palabra y cantar alabanzas, organizaron un campamento misional para niñas y niños. Durante este evento, me vi envuelta en una pelea infantil al intentar defender a mi hermana menor de las agresiones de otra niña, familiar de algunos miembros de esa congregación.
Los adultos nos separaron y nos llevaron ante una especie de juicio, frente a las niñas, niños y mayores como espectadores. Yo, que no hablaba Creole, no entendía del todo qué había originado el conflicto, pero me tocó hablar primero. Mi incapacidad de expresar lo que había pasado contrastó con el largo discurso en Creole de la otra niña, que recibió aplausos mientras que junto a mi hermana y bajo miradas de desdén y risas de todos los presentes, nos quedamos abrazadas en silencio y sin derecho de respuesta. Al rato ya estábamos jugando de nuevo, pero la experiencia fue un microcosmos de lo que viviría durante otros años.
Nunca aprendí Creole como lengua materna. Mi padre, que había tenido que renunciar a su idioma para sobrevivir como músico fuera de la isla, cuando era muy joven, pensaba que mis hermanas y yo lo aprenderíamos de manera intuitiva. Pero la verdad es que crecimos en un hogar marcado con ciertas dificultades y la ausencia de oportunidades para conectar con esa parte de nuestra identidad. Además, en nuestro barrio, el Creole hacía sentir más importante a algunas personas que lo utilizaban para excluirnos: “Paña uomans” nos llamaba un hombre constantemente, recordándonos que no teníamos lugar en este territorio por ser hijas de una madre no raizal. Nunca preguntó nuestros nombres.
A pesar de esto, crecí entendiendo y hablando algunas frases en Creole, y más tarde, durante la universidad en mis clases de inglés, enfrenté algunas burlas por mi acento.
Fueron años de lucha para apropiarme de mi historia, abrazar mi mestizaje y valorar las mitades que conectan mis raíces. Pero mientras yo hacía este viaje personal, observaba cómo el Creole era usado en ciertos contextos como un arma de exclusión y superioridad.
Y así terminamos excluyéndonos a nosotros mismos. Un ejemplo claro de esa exclusión fue la lucha por el predio de Carpenter Yard, que perdimos frente a la Policía Nacional. Durante esa resistencia, los líderes raizales, muchos de ellos trilingües con formación en universidades del continente y experiencia internacional, decidieron negociar exclusivamente en Creole.
Apelaron a la Ley 47 que exige a los funcionarios públicos el uso del Creole en todo el Departamento. Fue necesaria la presencia de una intérprete y los argumentos clave no se comunicaron de manera efectiva, resultando todo en una derrota jurídica. Hoy el terreno es usado como parqueadero de la Policía Nacional, como si no tuvieran demasiado espacio, mientras nuestra etnia ha perdido casi todos.
Proteger nuestra lengua es vital. El Creole es una joya que conecta al pueblo raizal con su historia y resistencia. Pero usarlo para excluirnos a nosotros mismos en un territorio donde ahora somos el 27% de la población en unas islas sobrepobladas y culturalmente diversas es involucionar. Estigmatiza y excluye a quienes, como yo, han crecido entre lenguas y culturas.
El Creole no debe ser un arma de exclusión, sino un puente para conectar generaciones y culturas. Es una lengua que habla de resistencia, de historia y de identidad. Al usarla como arma de retaliación, venganza, para imponer jerarquías o segregar, perdemos su valor y su belleza.
El desarrollo y protección de nuestro pueblo no se logrará aislándonos ni cerrando las puertas, sino abriéndolas con orgullo. Si hacemos del Creole una lengua de inclusión y no de exclusión, habremos honrado verdaderamente su riqueza y habremos dado un paso hacia un futuro en el que nuestras diferencias no nos dividan, sino que nos enriquezcan.
-------------------
Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.