Sucede con la imagen de una persona que se puede deteriorar como se deteriora una obra de arte con el paso del tiempo. Se escucha con frecuencia entre los cristianos que hay un solo Dios y es el mismo para todos, y eso es cierto, porque “Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre y por los siglos” (Hb 13, 8).
Lo que no es lo mismo es la imagen que nosotros nos hacemos de él. La imagen que yo tengo de Jesucristo puede no coincidir con la imagen verdadera de Dios revelado en las Sagradas Escrituras y que nos enseña la Iglesia.
Una labor importante del Señor Jesucristo durante su misión evangelizadora fue la de mostrar la imagen verdadera de Dios; esta también tiene que ser nuestra misión hoy y siempre. Nos viene bien esta historia de un sacerdote amante de las obras de arte, y la cuenta así.
Me gustan las antigüedades. Entré en una tienda y el dueño me dijo:
- ¿quiere algo, Padre?
- Dar una vuelta por la tienda, mirar, ver, le contesté.
De pronto, frente a mí, acostado sobre una mesa, vi un Cristo sin cruz. Iba a lanzarme sobre él, pero frené mis ímpetus. Lo miré de reojo y me conquistó desde el primer instante. Claro que no era lo que yo buscaba, era un Cristo roto. Pero esta misma circunstancia me encadenó más a él, no sé por qué. No tenía cruz, le faltaba media pierna y un brazo entero...
Se acercó el anticuario, tomó el Cristo roto en sus manos y dijo:
- ¡Es una magnífica pieza, se ve que tiene usted gusto, Padre, fíjese ¡qué espléndida talla, qué buena factura!
-Pero está tan rota, tan mutilada, comenté.
-"No importa, Padre, aquí al lado hay un magnífico restaurador, amigo mío, y se lo deja a usted nuevo. Lléveselo. Por ser para usted, y conste que no gano nada, 18 euros. Se lleva usted una joya.
El vendedor exaltaba las cualidades para mantener el precio. Yo, sacerdote, le mermaba méritos, para rebajarlo. Y ¡de pronto! Me estremecí: ¡disputábamos el precio de Cristo, como si fuera una simple mercancía! Me acordé de Judas: ¿no era aquella también una compraventa de Cristo?
Es muy común encontrar la imagen mutilada y deteriorada de Cristo en la mente y el corazón de muchos creyentes. Cristos sin cruz, Cristos sin brazos, Cristos sin piernas y hasta Cristos sin corazón, y a esto se suma el deseo de encontrar una imagen de Cristo lo más desvalorizada posible, la más barata. Tal vez lo que más daña o mutila la imagen de Cristo es que nos vamos haciendo una imagen del Señor a la medida y al acomodo de cada uno de nosotros, sin detenernos en conocer la imagen que Dios quiere revelarnos de sí mismo, ni en lo que nos enseña la Biblia y la Iglesia acerca del Señor. Nuestra mirada es muy limitada para descubrir la bondad, la belleza y la verdad de la imagen de Dios.
En las lecturas de este domingo encontramos tres aspectos que debemos restaurar de la imagen de Dios. El primer aspecto, nuestro Dios es el Dios de la vida. Al Señor le achacamos la enfermedad y la muerte de personas y de pueblos enteros; accidentes y tragedias las hacemos ver como voluntad de Dios, casi que lo equiparamos con un programador de accidentes, un Dios enemigo nuestro que toma venganza programando enfermedad y muerte.
Esto lo desmiente Jesús quien va por pueblos y aldeas curando enfermos. “Le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos. Él, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad (Mc 7, 31 ss)”. Y al que pasa malos momentos o está deprimido, le dice el Señor por medio del profeta Isaías; “Digan a los cobardes de corazón: Sean fuertes, no teman. Miren a su Dios que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y los salvará” (Is 35, 4). Dios ama la vida y nos pide protegerla. Quien ama a Dios cuida la vida propia y la de los demás. El que ama a Dios lucha para erradicar todo lo que daña la dignidad humana. El creyente en Dios no puede permitir que se destruya la vida en ninguna de sus manifestaciones. Nuestro Dios es el Dios de la vida. Cuando llevamos una vida digna, somos imagen y semejanza de Dios.
El segundo aspecto a restaurar en la imagen de Dios es la igualdad en la dignidad humana. Es el Apóstol Santiago quien dice que Dios no acepta la acepción de personas. Normalmente damos mejor trato a los ricos que a los pobres; ofrecemos mejor atención a los importantes, mientras que a los humildes los tratamos de manera inferior. Dice el apóstol, “No junten la fe en nuestro Señor Jesucristo glorioso con el favoritismo. Si hacen eso, ¿no son inconsecuentes y juzgan con criterios malos? Pero el Apóstol va un poco más allá y pone como criterio del Señor, el dar un trato más digno a los pobres porque, ¿Acaso no ha elegido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a los que lo aman? (Cfr St 2, 1 – 5)
Y el tercer aspecto a restaurar de la imagen de Dios es la universalidad. Dios es propiedad de la humanidad, nadie puede apropiarse de Él para negar su gracia a los demás. Cuando llevaron a Jesús aquel sordo mudo en Tiro, tierra extranjera sin derecho a recibir nada de Dios, Jesús, “mirando al cielo, suspiró y le dijo: «Effetá», esto es: Ábrete”. La cerrazón nos puede traicionar. No podemos cerrarnos a la acción de Dios, el encierro en el materialismo y la mundanidad nos entierra y nos quita la dimensión de trascendencia. La cerrazón de fronteras que dividen los pueblos nos lleva a construir barreras odiosas. La cerrazón en nuestra propia verdad nos puede empobrecer al no valorar otras verdades iluminadoras. La cerrazón en nuestras convicciones religiosas puede llevarnos a intransigencias agresivas y dañosas. La cerrazón ideológica conduce a dictaduras que destruyen a los pueblos. Ábrete es un mandato del Señor. Toda cerrazón es contraria a lo que Dios quiere y es.
Estos son mi madre y mis hermanos, los que creen en Dios “Que mantiene su fidelidad perpetuamente, que hace justicia a los oprimidos, que da pan a los hambrientos. Los que aman al Señor liberta a los cautivos” (Sal. 145, 7 – 8).
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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.