La colombianidad tiene una relación oscilante y poco uniforme con los raizales. Quizás no sea muy distinta a la de otras regiones, quizás esté mediada por la visión geocéntrica que impuso por años el centralismo, con la idea que por fuera de la sabana de Bogotá estaban solo fincas…
… y lugares para vacacionar, evitando de esta manera hasta la promulgación de la Constitución del 91, la discusión sobre la multicultural, multilengua y multicosmogónica, nación colombiana que crecía.
Pero ahí están los lazos y negarlos es negar la historia. Esta el aeropuerto con el nombre de quien trajo el puerto libre y cambió el rumbo de la economía, la avenida Newball, reemplazo del cuadrilátero que era la plaza central de todos los pueblos, alrededor de la cual se ponían en orden las instituciones gubernamentales y que es la primera gran transformación urbana del archipiélago.
Está la ilógica ruta aérea que nos separa de las islas del Maíz, que aunque matemáticamente solo están unos metros más lejos que Providencia, refleja el conflicto que Managua tiene con Bogotá, este muro de Berlín caribeño hecho de agua y reclamos.
También está la selección Colombia y la pasión que desata, la aglutinante fuerza que convoca, provoca y desata, esa reunión de improbables héroes nacidos como nosotros de las esquinas de un país, hecho de naciones. Y el 20 de julio.
Durante los años de colonización inglesa, fuimos unidos todos a través de un idioma, una religión y unas costumbres que podían ser tomadas por todos los esclavos, fuera cual fuera el origen de su captura, y aunque hemos desarrollado una suerte de síndrome de Estocolmo con los primeros captores, pasando por alto, casi sistemáticamente, que al final la relación era de amo y esclavo, el tener un lenguaje común nos es tan alegre que se olvidan los otros detalles.
Pero estos regalos no fueron gratuitos, se le exigió al pueblo que olvidara su relación con el tambor, entendiendo que este era un símbolo supremo de su legado africano. Donde fuera que hubiera una colonización inglesa, el hombre y la mujer esclavizada tenían como única salida de manifestación cultural, lo que se pudiera poner al servicio de la religión del amo, distinto a lo que pasó en colonias españolas y francesas, donde las religiones africanas siguieron presentes, así fuera bajo la mesa.
Con una segunda ola de colonización, esta vez enmarcada en la república, el idioma que había dado el primer amo fue cambiado, y esta vez se permitió la percusión, y como día para celebrar este hito, se dejó el 20 de julio.
No creo que fuera alguna vez una celebración vista desde el podio del florero de Llorente, ni que hubiese un interés por las batallas de comuneros, acá fue todo más simple, se trataba de devolver a un pueblo un lenguaje que conoce de manera instintiva: un tambor que le palpita.
Por eso el 20 de julio, los colores y los bríos que alcanza, los batuteros y los personajes que caminan bajo el sol, no son una celebración de la colombianidad clásica que se puede ver en los libros de historia de la primaria. El día es una excusa, el tambor es el protagonista.
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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.