Hay momentos decisivos en la vida de los pueblos como en la de todo ser humano. Uno de esos momentos es aquel en el que hay que ponerse de lado de los cambios que se tienen que incorporar a la vida porque tienen un sentido que los trasciende.
El rechazo de la población raizal de Providencia (primero mediante un proceso de consulta previa entre 2015 y 2017 y después ante los tribunales de justicia) del proyecto de construir una estación de guardacostas en la desembocadura del arroyo Bowden –porque podría generar un grave daño ambiental sobre el ecosistema costero–, es un buen ejemplo de ello.
Defender el arroyo Bowden, como lo hicieron los pescadores del Raizal Dignity Camp (Campamento por la Dignidad), en especial, es un acto de arrojo, no como un hecho irracional sino como una demostración de afecto por la vida y de cuánto de sagrado tiene la naturaleza.
Con su resistencia, asistimos, como se puede ver hoy, a la exposición de la fuerza del pueblo organizado, a la quiebra total de la desidia, la apatía, y el abandono del interés general que normalmente gravita en buena parte de las delicuescentes comunidades locales a la hora de afrontar sus dificultades más críticas.
El caso providenciano se muestra como el reavivamiento de la noción de unidad y acción, y de los sentimientos de solidaridad y de pertenencia (el mismo motor que ha hecho posible logros como la protección del páramo de Santurbán o la tala de cauchos en Buga, Valle, por ejemplo), en contra de la profanación catastrófica de un santuario natural, una especie de "parricidio ambiental" que estuvo a punto de cometerse para someter su alma al ruido de los motores fuera de borda.
Este suceso ha abierto los ojos para observar que rebelarse no implica ser conflictivo [per-sé] cuando la causa está bien justificada: la imposición de la noción gubernamental de la seguridad nacional, en este caso; y que la unidad y la solidaridad ciudadana son las mejores formas de reivindicación y de ir en contra del monstruo del autoritarismo o del individualismo que ha engendrado y criado orgullosamente el sistema económico.
Gracias a ello, como ven, las cosas se revirtieron. De no haber reaccionado así, probablemente el hecho en mención habría sido otro caso aislado que se habría entramado con los que han ocurrido en el pasado y puesto en entredicho la sensibilidad y la capacidad del gobierno y la comunidad para entablar una relación de convivencia sana con la naturaleza. Una naturaleza que en las islas ya late en clave de urgencia, a propósito.
"La libertad personal llegará inculcando a las multitudes la convicción de que tienen la posibilidad de controlar el ejercicio de la autoridad y hacerse respetar”, afirmó Gandhi. Y esa es la lección que deja el caso del arroyo Bowden, a mi parecer. Una libertad ligada al sentido de la responsabilidad, que es una de las formas de vencer al miedo.
De ahí que la sentencia del Consejo de Estado que le puso fin a la disputa entre los pescadores de Providencia y Santa Catalina y la Armada Nacional de Colombia, representa el debido respeto a la ley y a las decisiones tomadas por las comunidades locales mediante los mecanismos establecidos por la normativa existente, como la consulta previa.
Así se demuestra, acaso, que si la comunidad se cruza de brazos será cómplice y presa fácil, mucho más si no asume sus reclamos con seriedad y determinación. También queda clarísimo que la resignación que pregonan los conformistas es porque no es suyo el sacrificio, ni el de su familia. Y que un sentido más comunitario puede ser el sentido de la vida del que muchos quieren gozar.
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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.