El Triduo Pascual, corazón del año litúrgico, es una mina inacabable, repleta de tesoros espirituales. Nos hemos venido aproximando a ellos, y terminamos esta labor de extracción, tomando del Domingo de Pascua cuatro preciosas joyas: la vida, la alegría, la comunión y la misión.
Generalmente los joyeros asocian las joyas preciosas con piedras finas y metales nobles; pero en el campo espiritual, hay joyas que valen mucho, pero aparentemente no les damos el valor que tienen. Cuentan que cierto día un ladrón se introdujo en la casa cural. El ladrón amenazó al párroco para que le entregara el dinero y lo que tuviera de valor. El sacerdote, que conocía del barrio al joven ladrón, trató de entablar conversación con él.
- ¿Y qué vas a hacer después con el dinero?
- Estoy reuniendo mucho dinero, y cuando haya reunido lo suficiente, pienso retirarme a disfrutar de la vida y dejar de vivir tan miserablemente. ¡Y ahora deme cuanto tenga! ¡Rápido!
- Como ves -le dijo el sacerdote- la casa está prácticamente vacía. No hay nada de valor que te puedas llevar. Pero... si de veras quieres dejar esa clase de vida que llevas, tengo un verdadero tesoro que te ayudará.
- Alargó la mano y cogió de una estantería los Santos Evangelios encuadernados en piel.
- ¡Ah, este libro tan bellamente encuadernado debe valer una fortuna!, exclamó el joven. Y se fue con su "tesoro" bajo el brazo.
Hay joyas que valen más que todo el dinero del mundo, Su valor no es económico, su valor consiste en que nos ayudan a disfrutar de la vida y dejar de vivir tan miserablemente. En este Domingo de Pascua nos podemos llevar debajo del brazo la no despreciable suma de cuatro valiosísimas joyas, que nos permitirán dejar de vivir tan miserablemente.
La primera de ellas es la vida. El primer día, las mujeres iban a embalsamar el cadáver, ellas seguían pegadas a la muerte de su maestro; pero al llegar al sepulcro reciben la noticia del ángel: “no está aquí, ha resucitado”. La vida ha florecido. El grano de trigo, que había muerto, ahora ha retoñado ofreciendo nueva vida. Escribe san Pablo, “cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también ustedes aparecerán gloriosos, juntamente con él” (Col 3,4). Nuestro Dios es un Dios de vivos. Amar la vida es vivir resucitados. Vivir con pasión es vivir resucitados. Vivir anhelando una vida más que esta vida, es vivir resucitados.
La segunda joya es la alegría. Cuando las mujeres han visto el sepulcro vacío y las vendas por el piso, “se alejaron rápidamente del sepulcro, llenas de miedo y gozo, y corrieron a dar la noticia a los discípulos” (Mt 28, 8). La alegría profunda, la que nace del corazón, la que llena de ilusiones la vida entera, nace con Jesús resucitado.
Dice el Papa Francisco, “no se puede hablar de Jesús sin alegría, porque la fe es una estupenda historia de amor para compartir. Cuando falta la alegría, el Evangelio no pasa”. Nuestra alegría proviene de saber que con nosotros está un vencedor, que enfrentó a los mas crueles enemigos y los venció. Eso no nos deja empantanar, sino que invita a vivir con alegría.
La tercera joya es la comunión. Cuando llegan los días de la pasión y muerte del Señor, se empieza a desmoronar el grupo de los doce. Traición, negación, cobardía y desaparición del lado de Jesús, a tal punto que la comunión con el proyecto de Jesús y los lazos de fraternidad quedan rotos. Jesús resucita, y como la gallina, se pone en la tarea de reunir a sus polluelos, Jesús recomienza la labor de recomponer la comunión. Los discípulos traen a la memoria toda la predicación de Jesús y entienden ahora todo lo que él había dicho, entonces renace la comunión con su proyecto de salvación. Y comienzan a reintegrarse al grupo, de a uno, de a dos, hasta que vuelven a recomponerse los lazos de fraternidad.
La comunión con Cristo, la comunión con la Iglesia, y la comunión con los hermanos en la fe son signos claros de resurrección. No somos creyentes a nuestra manera, sino a la manera de Cristo, comulgamos con su proyecto. No somos creyentes solos, creemos con otros que también creen en Cristo, y cuando nos juntamos somos más fuertes y se hace más fácil el trabajo. En la reconstrucción de la comunión María, con su ternura maternal juega un papel definitivo.
La cuarta joya es la misión. Si la muerte de Jesús paralizó a los discípulos y los enmudeció, la Resurrección del Señor los envió hasta los confines del mundo y les dio la capacidad hablar en el lenguaje de sus oyentes. Dice el libro de los hechos de los Apóstoles que Jesús, “nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha constituido juez de vivos y muertos. De él dan testimonio todos los profetas: que todos los que creen en él reciben, por su nombre, el perdón de los pecados”. (He 10, 43) Un creyente que ha celebrado la Pascua es un misionero ferviente, es un comprometido con la Iglesia, es un anunciador del Evangelio donde quiera que vaya.
Cuando renace la vida y la alegría, cuando se hace visible la comunión y la misión, entonces es que Jesús ha resucitado en nuestra iglesia y en nuestro mundo; y entonces podemos disfrutar de la vida y dejar de vivir tan miserablemente. Felices Pascuas.