En el trasfondo silente de la cotidianidad yace un abismo sutil, una sombra que se despliega entre las rugosidades más mundanas de la existencia. Hannah Arendt, historiadora, politóloga, socióloga, filósofa, escritora y teórica política, nos invita a contemplar cómo es esta oscuridad aparentemente trivial que se cuela entre lo ordinario, trastocando los destinos y mancillando la humanidad misma.
La banalidad del mal se erige como un eco ominoso que resuena en la maraña de lo usual, desafiando nuestra percepción de lo maligno y confrontándonos con la dolorosa verdad de que el mal no es exclusivo de los monstruos, sino que puede hallarse anidada en el corazón de lo más común y corriente.
Es en la trivialidad de los actos cotidianos donde la maldad se disfraza, oculta tras la máscara de la normalidad. En la oficina, en el mercado, en la calle transitada por multitudes indiferentes, el mal se desliza como una sombra inadvertida, camuflándose en la aparente insignificancia de los gestos rutinarios. Son las pequeñas traiciones, los actos de indiferencia, las decisiones carentes de escrúpulos las que trenzan el tejido oscuro de lo que luego, más tarde, la historia juzgará como malo.
No es necesaria la figura del villano arquetípico para dar forma al mal. No son las aberraciones siniestras los únicos artífices de la tragedia humana, no son los dictadores quienes sostienen las dictaduras, ni el racismo o la xenofobia le pertenecen a un solo hombre.
Están más bien en los rostros comunes y corrientes, los individuos aparentemente inofensivos que, al abrazar la mediocridad moral, permiten que el mal se infiltre y se arraigue en la vida cotidiana. La banalidad del mal nos confronta con la inquietante realidad de que la maldad puede ser ejercida por cualquiera de nosotros, cuando, en la comodidad de la conformidad, renunciamos a nuestra responsabilidad ética y nos convertimos en cómplices pasivos de la injusticia.
Ahí yace un desafío ineludible: el llamado a la vigilancia moral, a la reflexión constante sobre nuestros actos más simples y aparentemente insignificantes.
Es un recordatorio implacable de que la virtud no es un atributo reservado a unos pocos elegidos, sino un camino arduo que cada uno debe recorrer día tras día, en cada elección, en cada interacción. Solo al reconocer la omnipresencia del mal en su forma más banal, podemos aspirar a trascenderla, a erigir un mundo donde la bondad y la justicia no sean excepciones, sino la norma que guíe nuestras vidas.
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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.