Me he propuesto hablar de las joyas espirituales del Triduo Pascual. Hoy reflexionamos en el Viernes Santo, rico espiritualmente para nosotros. Quiero mencionar tres joyas: la cruz, María Santísima y el silencio.
La joya de la Cruz
Su valor es infinito, y no por la calidad de la madera, ni por los adornos exagerados que se le ponen para disimular la dureza del episodio acaecido; su valor está en quien entregó su vida, y por lo que allí se obró. El que muere es Jesús, el Hijo de Dios, el Mesías, el Salvador; y con su muerte nos enseñó a vencer nuestros enemigos.
La cruz es la joya del amor. Un amor verdadero se entrega totalmente, no reclama nada, no exige nada, no se guarda nada. La cruz, así, sola y dura es la prueba de lo que es capaz de hacer Jesús para mostrarnos que nos ama. Por eso adoramos la cruz, no como un acto de magia o superstición, sino como un gesto de respeto y amor hacia Jesús que murió en la cruz.
La cruz hace parte de nuestra vida. La cruz no puede ser cargada con amargura, la cruz no debe aplastarnos ni la podemos llevar arrastrada. Hay muchos que viven de pelea con Dios por culpa de la cruz. Jesús no dijo, padezcan la cruz, sino cárguenla, échenla al hombro y llévenla hasta el sitio que le corresponde. Jesús no huyó de la cruz, sino que la abrazó, la llevó y la resucitó. Llevarla hasta que resucite. La cruz de Cristo es de resurrección, no es de muerte. La santa pasión de Cristo es la carta magna que nos enseña cómo llevar la cruz.
Seguramente estamos cargando cruces que aún no han resucitado. Lo primero es asumirlas. La cruz no se busca, viene sola, a nosotros nos corresponde asumirla. La cruz es para abrazarla; no busquemos ni incrementemos dolores. De la cruz no se echa la culpa a los demás. La cruz se carga echándosela al hombro. Para poder superar la cruz lo primero es asumirla. Los problemas que se presentan no se trasladan de un lugar a otro, ni se postergan para después, los problemas se resuelven. Si queremos superar las pruebas, las tenemos que afrontar. Asumir, abrazar la cruz es supremamente doloroso, pero es liberador. Mi cruz es la mía y no la de los demás.
Jesús muere en una cruz, pero pudo haber muerto de otra manera, apedreado o echado a las fieras. Cuando le entregaron la cruz, Jesús la abrazó e hizo de su muerte una donación por amor. Cruz es cualquier adversidad, la enfermedad, las situaciones dolorosas, lo importante es qué hacemos cada uno de nosotros con esa cruz.
Todos en la vida sufrimos, nos enfermamos, nos vienen adversidades; el sufrimiento es parte de la naturaleza humana. El dolor no tiene religión, ni estrato social, ninguna consideración. La cruz no tiene que ver con Dios, él no es crucificador, más aún, él es el crucificado. Dios no reparte enfermedades, tampoco programa accidentes.
Pero la cruz la vive de manera diferente un creyente que un no creyente. El creyente da sentido al dolor. Jesús hizo de la cruz un árbol de vida y un instrumento de salvación. Cuando Jesús es golpeado se abre, perdona, ama. Jesús resignifica, da su carne por nosotros, hace del sufrimiento un lugar de salvación. El mundo no es salvado por los crucificadores sino por los crucificados. Dios es el que está en la cruz, en el enfermo, en el que sufre.
La cruz tiene rostro de resurrección; la resurrección no quita la muerte ni la cruz. El resucitado tiene impresas las marcas de la cruz, son las llagas de un victorioso, son las cicatrices del amor. Sabemos que hemos superado la cruz cuando miramos las llagas y no nos descomponemos, y la mejor imagen es la cruz florecida. La cruz pelada del viernes santo, pronto florecerá.
No nos contentemos con ponerle mermelada a los sufrimientos. La cruz no se lleva de paseo, la cruz se resucita. La cruz no se lleva con dolor de muerte, sino con dolor de vida, como la mujer cuando va a dar a luz. La cruz engendra vida. Nosotros nacimos del parto de la cruz. Somos hijos de un dolor que nos trajo a la vida. Sin la cruz no hay nada; en la cruz pascual de Cristo, esta todo.
Al pie de la cruz hay otra joya espiritual, es María Santísima
El Papa Francisco escribe que, “En la cruz, cuando Cristo sufría en su carne el dramático encuentro entre el pecado del mundo y la misericordia divina, pudo ver a sus pies la consoladora presencia de la Madre y del amigo. En ese crucial instante, antes de dar por consumada la obra que el Padre le había encargado, Jesús le dijo a María: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego le dijo al amigo amado: «Ahí tienes a tu madre » (Jn 19,26-27).
Estas palabras de Jesús al borde de la muerte no expresan primeramente una preocupación piadosa hacia su madre, sino que son más bien una fórmula de revelación que manifiesta el misterio de una especial misión salvífica. Jesús nos dejaba a su madre como madre nuestra. Sólo después de hacer esto Jesús pudo sentir que «todo está cumplido» (Jn 19,28). Al pie de la cruz, en la hora suprema de la nueva creación, Cristo nos lleva a María. Él nos lleva a ella, porque no quiere que caminemos sin una madre, y el pueblo lee en esa imagen materna todos los misterios del Evangelio. Al Señor no le agrada que falte a su Iglesia el icono femenino”.
El Viernes Santo nos deja otra joya, es el ambiente de silencio
En un mudo del estruendo, del ruido, el silencio es una necesidad y un lujo que pocos se pueden dar. El silencio es una necesidad de quien ama y busca a Dios. Pero el silencio no es simplemente la ausencia de ruido, sino la presencia de Dios. El Papa Benedicto nos ensañaba que “Si Dios habla al hombre también en el silencio, el hombre igualmente descubre en el silencio la posibilidad de hablar con Dios y de Dios. Necesitamos el silencio que se transforma en contemplación, que nos hace entrar en el silencio de Dios y así nos permite llegar al punto donde nace la Palabra, la Palabra redentora.
La contemplación silenciosa nos sumerge en la fuente del Amor, que nos conduce hacia nuestro prójimo, para sentir su dolor y ofrecer la luz de Cristo, su mensaje de vida, su don de amor total que salva. En la contemplación silenciosa emerge, asimismo, todavía más fuerte, aquella Palabra eterna por medio de la cual se hizo el mundo, y se percibe aquel designio de salvación que Dios realiza a través de palabras y gestos en toda la historia de la humanidad. El silencio nos aproxima a Dios y a los hermanos. El Silencio es una joya del viernes santo.
Apreciemos estas grandes joyas, la de la cruz, la de María Santísima y la del silencio, que nos permitir vivir el viernes santo y enriquecer nuestra pobreza humana y espiritual con los regalos del cielo.