Zygmunt Bauman, un ensayista y filósofo polaco, nos organizó a todos en dos categorías. O eres sólido, o eres líquido. Lo sólido, es inmóvil o se mueve despacio, es durable y tiene resistencia al cambio. Lo sólido no fluye, poco se transforma, poco se adapta. Es y ya.
Lo líquido se filtra entre los espacios, se mueve rápido, se adapta con tal celeridad que toma la forma de que o quien lo contiene, es sujeto de cambio, como si se aburriera. Lo líquido necesita instantaneidad, se agota rápido, no dura.
Para Bauman, nuestra modernidad cumple con las características de lo líquido: el mundo donde la obsolescencia era la norma y se esperaba con paciencia a que las cosas, los animales y hasta las personas terminaran su ciclo, fue reemplazado por la celeridad de los procesos, que ni siquiera aguarda completar los plazos de la garantía para iniciar el cambio. Aplica, por ejemplo, desde los electrodomésticos y hasta las relaciones.
Para el polaco, nada escapa a este aceleramiento colectivo, este anhelo irracional de llegar al siguiente nivel, sin disfrutar el camino, o ‘vivir el momento’. No escapa ni siquiera el amor, que parece hoy convertido en otro ítem a la venta, idealizado y estandarizado para cumplir con los caprichos de una especie inmersa en sus micro metas.
El amor como objeto de consumo, es el más codiciado de los líquidos, un bien que se promociona como perfecto e invariable, como seguro y constante. Una emoción encapsulada en píldoras de felicidad absoluta que no permiten el mínimo desacuerdo o irritación.
Entonces, ¿buscamos el amor líquido para calmar alguna sed particular?
Para el adulto regular, la búsqueda y el mantenimiento de un amor idealizado, que sobretodo se pueda exponer como garante del valor del sujeto, es sinónimo de la aceptación social que requiere quien busque el éxito, en los términos que lo sugieren las normas sociales de hoy. Acaso ¿no se puede ser exitoso si no se es objeto de amor? Y en un mundo donde el objeto de amor cambia con tanta rapidez ¿tiene algún valor ser amado?
La respuesta que da el mundo, es una vuelta al hipernarcisismo, al amor propio desbordado, complaciente y edulcorante. Un amor que se acepta tal y como es, que no alienta al progreso y que como no critica, no provoca cambio. Para esto, el viejo Zygmunt lanza otra curva: ”el amor que nos ofrecen los demás, es la base desde la cual construimos el amor propio”. Y_home run.
El amor, apunto de pasar de líquido a gaseoso, se plantea más bien como una bola que se da y se devuelve, y como no es posible darnos a nosotros mismos, eso que no hemos aprendido nunca, si no se sabe recibir, probablemente no se sepa dar.
La liquidez extrema de la modernidad debería dejarse en pausa cada tanto, permitirnos reflexionar sobre todo esto que naturalizamos: algo como hacernos espesos y movernos más despacio.
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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.