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elisleño.com - El diario de San Andrés y Providencia.

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Mi dolor

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EDNA.RUEDA02ENBTodos tenemos uno. Un dolor de esos, de los que duelen impertinentemente, de los que no avisan cuando van a salir, uno de esos que se aprende a aplacar para parecer que no forma parte de un día normal. Pero que ahí está. Se filtra en los sueños, donde los diálogos improbables son regulares, donde las distancias se acortan y los caminos confluyen en lógicas mágicas.

Todos tenemos un desaparecido que dejó sembrada la incertidumbre, una esperanza malsana, que sube y baja como marea, a veces está alta, un día se parece a alguien que alguien vio caminando una calle. Pero otros días es bajita y deja expuestas las piedras de la orilla, se conforma con la ausencia y la llora. Y así, sube y baja, golpeando contra un muelle que no ve volver a nadie.

Quizás sea el precio del paraíso, quizás a cambio de inundar la pupila con azules, de nutrir cuerpo y memorias, el mar, se cobre con primogénitos, maridos, amantes, primos, o hermanos, la osadía de los Adanes y las Evas que se negaron a ser expulsados.

Los Hijos del Paisaje no es un proyecto más, no es una cosa de esas que pasan y se quedan como un TBT. Es, más bien, un permiso abierto para llorar en hombros ajenos, un círculo de verdad que se expande con historias, es una mano sobre la espalda en el duelo eterno, son las voces y los ritmos que no se disimulan, es un arrullo, una manta de retazos hechos de las camisas con las que se fueron y que guardan su olor, la última foto, el último mensaje, son barquitos iluminados que buscan consuelo en la orilla de una iglesia que se enfrenta al mar, son las madres y las abuelas de todos los mayos, de todos los huracanes, de todos los veranos. Son las hijas sin vals de quinceañeras, y los niños que se quedaron sin a quien mostrarles sus hijos. Son las viudas inconclusas. Somos los que apenas y sentimos el derecho a llorar, porque pensamos que hay otro al que le duele más, que su dolor debe ir primero en la fila. Es nuestro paso hacia la reconciliación, hacia el sanar, para perdonarnos, para perdonar al mar.

Mi dolor se llama Víctor y un día sacó a pasear el nombre de mi abuelo y lo perdió en el horizonte. Mi dolor se llama Víctor y está ahí, en los recuerdos de sus ojos miel y la sonrisa con la que él y mi madre se despidieron. Mi dolor es mío, y es solo un fragmento de lo que le duele a sus hermanos, a sus hijos. Mi dolor se llama Víctor. ¿Cómo se llama el tuyo?

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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.

 

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