Con Miss Catherine Hudgson Abrahams nos llevamos un mes, dos días y cien años. Prácticamente somos gemelas. De ella, de una de mis bisabuelas, todo lo que sé, parece siempre un mito, una leyenda inconfirmable, con testimonios de fantasmas de mar y tierra que nadie puede citar con certeza.
Me dicen que era pequeña como una ninfa, pero que tomaba como marinero despechado, sobretodo moscatel, en las noches, mientras lloraba a su esposo muerto. Que era la sobrina de un prócer nicaragüense, la nieta de un hindú, y al mismo tiempo, algo parecido a la realeza misquita.
Dicen que fue la primera mujer en votar en el pueblo, que cargaba un camafeo con orgullo, sin saber que era el símbolo que había usado la familia judía de su esposo para declararlo muerto en vida, cuando se supo que había desposado una mujer de piel cobriza y orígenes misteriosos.
Dicen que cuando su hija mayor se casó, izó la bandera en el asta de su casa, aludiendo que sacar a esta niña de la casa, era un acto de sublime valentía y debía ser considerado fiesta patria.
Me dicen que sobre su carácter los marineros hacían canciones para domar tormentas. Pero que fue dulce cuando cuidó con celo su esposo desde que quedo ciego, y cuando este capitán judío, hijo de un maestro de inglés, traído a América para enseñar letras a los amos, recuperó la vista por una única vez para ver a su hija recién nacida, lo celebró con júbilo.
Luego de esto, y sin dar muchas explicaciones, el hombre murió, dejándola con una pequeña fortuna y algunas casas en las capitales de la costa misquita. Pero el dinero duró poco, Catherine no tenía las habilidades administrativas necesarias, y su afición a los buenos encajes y al vino no ayudó con las cuentas.
Como una buena mujer romántica del siglo XIX, Cuando decidió que estaba vieja, pidió que le trajeran la madera para hacer su propio ataúd, pero su hijo –mi abuelo– mucho más práctico, lo convirtió en un mueble que le puso en el cuarto.
Tengo solo dos fotos de ella: la de su pasaporte, donde se consignan los datos que la fotografía a blanco y negro dejan en duda: el color de su cabello, el de sus ojos, el de su piel, se especifica ahí el ancho de su boca y el de su nariz, se excluyen señas particulares, todo con un asomo del racismo normalizado de la época. En el texto se lee también su estado civil, la fecha de su nacimiento y la autorización exclusiva para usar el documento en territorio americano, una prohibición tacita a visitar la que sentía como madre patria ¿quizás?
Me reconozco un poco en el ceño fruncido y la sonrisa inconclusa, y aunque no tengo forma de conocer su voz o la textura de sus manos, me veo como la octava parte de ella que soy. En la otra foto aparece luciendo el camafeo, con un vestido blanco hasta los tobillos, del que apenas se distingue el encaje. Esa foto es más parecida a lo que he imaginado que es ella, más desafiante, no sé.
Lo cierto es que es un recuerdo al que le quedan pocos años antes de desvanecerse, un fantasma que se puede ver en las ventanas de la casa donde ambas vivimos con 100 años de diferencia, unos pasos que crujen sobre la madera curada. Un cuento, mitad de hadas, mitad de Caribe, que me gusta pensar que continúa en mí.
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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan