El día que iba a morir, él la abrazó fuerte, como si se fuera a la guerra, como si supiera que sería la última vez. La miró con ojos hechos agua y le dijo que la quería, como siempre lo hacía, como si fuera un secreto.
El día ese, al salir de casa, caminó hacia su moto con la camisa rosa que le dio para su cumpleaños, y ella, sin ninguna razón, se fijó en los últimos dígitos de la placa: un dos y un cero: los dos, la nada, pensó.
En la madrugada del día que él murió, ella le dijo que lo veía opaco, no como un defecto en su vista, sino más bien como un recuerdo que se desvanecía, como cuando la niebla inunda los campos y las lomas se vuelven difusas. Temprano ese día hicieron el amor y ella lloró tres veces, sin motivo. También sin motivo, ella se dio cuenta de los dos lunares que él tenía en el canto interno de su pie derecho, uno al final del dedo gordo y otro cerca al talón.
El día que él murió, cerca de las diez de la mañana, le trajo un chocolate y ella le dio ocho besos.
Cuando ella lo supo, cuando se confirmó la noticia, el cuerpo se le partió al medio y empezó a sangrar, como si su amor se abortara, con un dolor tan real como un balazo a corta distancia, como si se hubiera tragado un hoyo negro y el vacío la implosionara, eran millones de espinas de pescado en la garganta, una aguamala contra el muslo, una quemadura de sol de julio. Todo al tiempo.
Ella siempre supo que él moriría primero, pero guardaba una esperanza partida al medio, que vista desde lejos parecían dos esperanzas: que no lo hiciera mientras ella viviera, o que no lo hiciera nunca. Y cuando dejaron su cadáver en frente, estaba más decepcionada que triste: a solas, solían planear entierros exóticos con carritos de balineras y juegos artificiales, para dejar caer en el mar a los que les caían mal, y reían juntos de los irracionales inventos que complementaban sus imaginaciones. Y ahora él ahí, muerto, la dejaba mal herida y sin alguien con quien ser absurda.
La iglesia de techo rojo donde llevaron su cuerpo inerte y macizo no ejerció ningún milagro, no había nada que hacer o a quien pedirle, y la misma boca que antes la besaba con furia, fue llenada con algodones para evitar que la pestilencia de la muerte le saliera a gotas, y en cambio, se le plantó una sonrisa plástica para que hiciera juego con las flores.
El día que él murió, como con la mayoría de los mortales, su cuerpo no lo hizo del todo, su fantasma vagó arrastrando los pies por veintitrés días más, deshaciendo uno a uno los nudos que había atado, pidiendo al oído, perdón por las mentiras, pero sobre todo por las verdades.
Su alma en pena la veía dormir desnuda, agotada en el llanto, desprovista de cualquier armadura, a carne viva, revolcándose en su dolor como una babosa en la sal. La vio despierta quitándole con pinzas la opacidad a los recuerdos: el chocolate, los lunares, los carritos de balineras y los fuegos artificiales para entierros ajenos.
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