Con Yesenia Olaya es fácil conectar. La joven ministra de Ciencia, Tecnología e Innovación es una mujer de Tumaco en el pacífico colombiano, sin remilgos habla de sus orígenes como hija de un mototaxista y una maestra, asegura haber terminado de pagar el Icetex hace poco y confiesa que cada uno de sus títulos los ha conseguido bajo la convergencia que da la disciplina y el acceso a la educación pública.
De Tumaco terminó en Harvard y al final de la tarde del martes pasado, esperaba su vuelo descalza, para volver a su vida de ministra en Bogotá.
Esta vez vino a la isla, invitada por la coalición que hacen la Cámara de Comercio y la Fundación Proarchipiélago para potencializar proyectos que den, al menos en alguna medida, alivio a los problemas de las islas.
En este caso, un proyecto que reúne y celebra los esfuerzos ya muy fructíferos de quienes trabajan en reciclaje y suma a esta cadena, el eslabón que significa la transformación a un producto de alto valor, que se comercialice o sirva de materia prima. Hay que decir que la mezcla de las personalidades de las dos directoras ejecutivas de estas entidades, hace que parezcamos, el ying y el yang de la gestión de proyectos.
Preparar la agenda siempre me demanda sobre todo imaginación. Entiendo por lo que he estudiado de la memoria, que se recuerda algo que se repite muchas veces, o lo que te emociona hasta los tuétanos, y frente a personajes tomadores de decisiones, esos que no tendremos en la cotidianidad, la respuesta es obvia, los tenemos que conmover, si queremos quedarnos en su memoria y subir en sus prioridades. Así que aludía a un desayuno con una de esas armas secretas que tenemos en estos lares: el pan isleño. Una vez embelesados con ese manjar, dejamos que los apasionados hicieran su magia. Se les habló ahí mismo del cangrejo negro y su reproducción invitro, de la yuca y el basking peppa, como cultivos listos para avanzar en la economía local, de programadores de computadores que aún no tienen cédula, de los datos y la inteligencia artificial al servicio de unas islas que no está segura ni de cuantos somos ni hacia dónde vamos.
Cuando la barriga estaba llena y el corazón contento, fuimos al Jardín Botánico a ver helechos, palmas y niños que viajan por el mundo mostrando el costado genial de nuestro pueblo. El equipo del programa Ondas tenía mucho que decir y todo era muy bueno. De ahí pasamos al Magic Garden, y explicar cómo es que a los lugares más difíciles les damos los mejores nombres, comenzó una inmersión en la línea del pensamiento mágico de los isleños. Cuando era ya hora de almorzar, había que reforzar las sensaciones y volver a marcarse a fuego en los recuerdos, y nada hace eso mejor que un pie de coco.
La siguiente escala era el Servicio Nacional de Aprendizaje (SENA) donde presentó el programa SENNOVA, que debería convertirse en el faro de los nuevos equipos de investigación del archipiélago. Pasamos al colegio Luis amigó, para encontrarnos con una línea de investigación social y ambiental que pondría en vergüenza a grandes centros del mundo, nuestro punto de conexión ahí fue el programa Girasol, que da herramientas a padres y maestros para manejar con éxito la inclusión de niños y niñas con dificultades de aprendizaje o necesidades diferentes, niños y niñas que se beneficiarían de tecnologías que en el mundo son pan de cada día.
Nuestra última escala fue contundente, en el INFOTEP, con un equipo motivado como quien entrena para una olimpiada, se presentó el que será el primer centro de innovación de las islas, un lugar que tenía para mostrar realidad virtual, programación de computadores y un pequeño robot capaz de lo que solo puedo pensar era, oler los pies de los asistentes, y retirarse sin hacer mucho escándalo. Era la primera vez en mi vida que veía un robot en San Andrés, y me alegré tanto como si hubiésemos llegado a la luna desde la loma misma. Para cerrar el círculo, le ofrecimos té de menta.
Al final, y a pesar de su juventud, después de varios días de jornadas como esta, la ministra pelirroja estaba cansada. Y para eso, hay una sola solución: meter los pies en la arena. Los llevé, a ella y su comitiva al restaurante el isleño, donde pudieron salir de los zapatos y reposar un poco el alud de emociones que había tenido el día.
Y si, lo habíamos logrado entre todos, entre los helechos, los niños genios, los robots, el pie de coco, los programas con nombres de flor, los cangrejos negros, las yucas y los basking pepas, los emocionamos hasta el punto de empezar a hablar de cumbres regionales con gente creole, que hable de ciencia y que se abracen alrededor de lo que tenemos en común y de lo que podemos lograr juntos.
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Este artículo obedece a la opinión del columnista. EL ISLEÑO no responde por los puntos de vista que allí se expresan.