En un principio fue el silencio, y luego se hizo el teléfono. Después de repartidos los primeros en las distintas instituciones gubernamentales, y una vez agotados los que empezaban con el uno, los números telefónicos de tres cifras empezaron a ser asignados a las familias del centro de la diminuta isla que lo solicitaban.
Primero el del alcalde: 201, luego el del pastor: 202, después el de la viuda: 203…
Para cuando llegaron a la casa de la avenida, la que tenia las tres plantas y los hijos de todas las edades, la casa de hombre de carácter y de la mujer hermosa; el numero que correspondía era el 209…
Y llegó, el 209 vino en un aparato negro, con una rosca de un material transparente, con diez agujeros que dejaban ver los números del uno al nueve, y el cero. Tenía un auricular pesado con hoyitos pequeñitos para dejar salir la voz de las otras 10 familias que tenían también teléfono, el aparato negro era un símbolo de que el futuro bailaba en la bahía ese año.
Se habían puesto postes, se abrió un departamento completo en la oficina del telégrafo, se contrato un hombre solo para que se hiciera cargo de la telefonía, también se le consiguió papel membreteado, un sello de goma y se le dio la maquina de escribir del telegrafista, que aunque se veía buena no le funcionaba la “e”, lo que se notaba mas cuando se escribía la palabra "cuenta”.
La gente sospechaba que se harían llamadas a todas partes de la isla, incluso había quien, aventurero creía que seria posible llamar a Cartagena, las abuelas empezaron un nuevo tejido en croché para decorar la mesa que se había comprada en todas las casas para el visitante, que se pondría en la sala, junto a la radiola, cerca de las fotos familiares, de modo que todo el que llegara lo viera.
Muy temprano esa mañana, la anunciada fecha en la que se dijo que se daría a luz la primera llamada, la mujer hermosa ordenó a los siete hijos que aun vivian en casa, que se bañaran, se pusieran la ropa de domingo y esperaran en la sala a que el nuevo integrante rompiera la monotonía del paraíso y timbrara.
Bien arreglados y empolvados, sentados todos en la sala junto a la madre que terminaba un mantel en punto de cruz, que había comenzado en la navidad pasada, esperaron toda la tarde hasta que la impaciencia le comenzó a ganar a la disciplina.
“Rinnng, ring, ring”: un timbre largo, y dos cortos. El ruido los dejó a los ocho inmóviles: la aguja en el aire, la muñeca en el piso, la canica en la mano. Por un par de segundos, Einstein probó su teoría: el tiempo era relativo, se quedo todo quieto… la más pequeña de un salto llegó a la mesa del teléfono y trató de levantar el auricular, pero más rápida que ella, la madre, contuvo la mano de la niña con un mandato que dejó claro cual era el orden de las cosas bajo ese techo: “Nadie toca nada, hasta que llegue su Padre”…
Y así siguió la tarde, distraída por un intermitente timbre del objeto que parecía calentarse, enojado por no llamar suficientemente la curiosidad de sus oyentes. Entrada la noche, se veía una figura masculina que se venia fúrica, andando rápido y enojón. Era el padre, el hombre del carácter fuerte : abrió la puerta casi a empujones: “¡¿ Por qué no contestaron el teléfono?! Llame toda la tarde!”