El secretario de Turismo de Providencia y Santa Catalina, Marcos Robinson Newball, recibió las primeras repercusiones del 'fam-trip' de periodistas que recientemente se llevó a cabo en el Municipio.
Se trata de una extensa y muy completa crónica publicado en el diario El Mercurio de Chile que narra la experiencia vivida de su enviado especial, Matías Celedón.
“Protegida por la tercera barrera coralina más grande del mundo, Providencia tiene el mejor buceo de Colombia: la claridad de sus aguas oculta un paisaje aún virgen.
Por Matías Celedón, desde Providencia, Colombia. En el muelle de Cayo Cangrejo, frente a la postal inmaculada de la Divina Providencia, una pequeña isla del Caribe colombiano ubicada más cerca de Jamaica que de las costas cafeteras, en mezcla de español quebrado y un inglés abierto a machetes, un pescador, que parecía haberse alejado del pueblo en secreto hasta esa pequeña isla para escapar del tedio del viernes, contaba que cuando se graduó de biólogo marino volvió a la isla, pero hasta que salió con Raya, nunca antes se había metido al agua.
-Raya es un mago del mar. Si en el mar usté se muere con él, es porque le tocaba morirse.
Raya miraba el mar como si no escuchara. Sí, él le enseñó a bucear. Se lo llevó a unos cayos al norte, a Quitasueños, Roncador o por ahí, cerca de los lotes donde los isleños temen que pronto comience una prospección petrolera. Vararon en un bajo y Raya con las camisas hizo velas, que por la noche usaron como antorchas. Bucearon caracoles pala, que todavía se usan como ladrillos en algunas construcciones de la isla, porque así tendrían comida y un pocillo para recolectar el agua. En el Caribe las lluvias se suscitan como las siestas; ahora, por cierto, hacía calor, pero a Raya la humedad parecía no molestarle. Esa vez, contaba el biólogo pescador, los llegaron a dar por muertos. Hasta que el mago del mar los hizo aparecer y los rescataron de la isla.
Esa misma mañana, antes de embarcarnos con Olivier y Raya para circunnavegar la isla recorriendo algunos puntos de snorkeling, las precipitaciones del aguacero intenso habrían bastado para resistir algunos días a la deriva. En la primera parada del circuito de careteo por las aguas transparentes que circundan la isla, en las barbas de la cabeza del pirata Morgan, un peñasco de fisonomía sugestiva que desafía el mar recelando un supuesto tesoro escondido, Raya había arponeado tres peces leones, una especie llamativa incluso en el contexto alucinógeno de un arrecife. En la naturaleza la belleza es frágil y peligrosa. Olivier apuntaba bajo el agua un singular coral, el coral fuego, que debíamos evitar por más que la fascinación llamara a tocarlo. Del mismo modo, el espectacular pez león, indiferente a los turistas que aguantaban la respiración en torno a su rutina predadora, era una belleza amenazante. No por el terrible veneno de sus puntas, sino porque es una presencia exógena que amenaza el ecosistema, una especie extranjera que ha proliferado al no tener depredadores. Las aguas que bendicen a Providencia transparentan su fragilidad como el cristal. La fragilidad de un ecosistema que hasta hoy se mantiene intacto obliga al respeto y llama a la contemplación.
A primera hora, junto a la orilla, los aprendices buceábamos en la historia una primera lección. Utilizada por indios miskitos y caribes que no llegaron a poblarlas, la isla de Providencia fue colonizada por puritanos británicos en 1629, que luego fueron expulsados por españoles. La disputa de la isla entre españoles e ingleses acaba cuando Henry Morgan, en 1670, instala allí su base corsaria para el saqueo de Panamá. Luego España las reconquistó, los británicos las recolonizaron para el tráfico de esclavos africanos, y cuando vuelven a pasar a España, un corsario francés, Luis Aury, simpatizante de la causa de Simón Bolívar, las reclama para Colombia. En 2000 la isla fue reconocida como Reserva de Biosfera Seaflower. La plataforma de 100 kilómetros cuadrados que protege todo un arco de la isla la esconde de la plástica isla de San Andrés, y se extiende como la tercera barrera de coral más grande del mundo. "Oasis del desierto marino", dice Olivier.
A 90 millas náuticas de la Isla Grande, como llaman los isleños a San Andrés, con el dificultoso acceso de las islas aunque con posibilidades de pasaje en motonave, catamarán y avioneta, Providencia es un escenario idílico para aprendices, aficionados y profesionales del buceo. Rústica, maravillando con la sencillez de una belleza irrefutable, no hay espacio para más verdor que acaba sumergiéndose y formando un habitado bosque submarino.
Tras la primera parada, siguiendo el borde costero de la isla Catalina, separada de Providencia por un canal artificial construido por piratas, nos detuvimos frente a una cueva donde anidaban cientos de murciélagos. Con pericia, Raya acercó el bote a la escarpada roca volcánica que da forma a la isla mientras Olivier contaba que su timonel había descubierto al único murciélago albino que habitaba en esa cueva.
Providencia maravilla por su paisaje pero más por su gente. Como Raya, cada habitante, sin proponérselo, termina siendo un personaje pintoresco. La población mestiza, formada por el cruce de caribes con miskitos, la mezcla de esclavos africanos con colonos ingleses, holandeses, franceses y los diversos marineros que conformaban las tripulaciones de piratas y corsarios, da forma a un paisaje humano que converge migraciones y mantiene viva una historia que parece tomada de un relato de aventuras. El aislamiento natural del lugar hace posible que por la noche, cenando en el Bulli, una cantina de terraza abierta frente al puente de Los Enamorados (donde nadie había escuchado hablar de Ferran Adrià), un grupo de viejos se sentara a tocar canciones que sonaban más a polkas, vals o mazurcas que a vallenatos. Con instrumentos locales -la quijada de una yegua, "que suena mejor que la del potro", o un bajo hecho con una cuerda y una tina de hojalata usada para lavar la ropa-, la Coral Band se junta, cada noche, para tocar canciones en creole que darían para un documental tipo Providencia Social Club.
Tarareando las melodías de la noche anterior, Raya se alejaba de Santa Catalina rumbo a los cayos de Basalto y de Palmas, mientras los aprendices comíamos un ceviche preparado por Olivier con la pesca reciente de tres peces loro. Tras arrojar el ancla, nos zambullimos con aletas, máscaras y snorkels para admirar un paisaje diferente.
En pocas millas, Providencia esconde mundos submarinos que pueden ser completamente distintos. Terrazas y acantilados cubiertos densamente por combinaciones de la más diversa flora y fauna arrecifal: paredes recubiertas de algas, esponjas, corales, peces, anémonas y caracoles. Aunque no abunden los grandes animales, se puede ver tortugas, rayas, delfines, barracudas y a veces tiburones, fauna diversa que habla de arrecifes en su máximo desarrollo.
-Raya debe haber pescado -dice Amparo, la mujer de Olivier, una periodista colombiana radicada hace 23 años en la isla-. Cuando pescas tienes que venirte al bote enseguida, porque si no eres una carnada muy tentadora.
Tras levar ancla, destapar una cerveza y encender un cigarrillo -"No hay buzo que al salir del agua no se fume uno", dice Amparo-, nos dirigimos al Parque Nacional McBean, área protegida de 1.300 hectáreas, de las cuales sólo 50 están en tierra. Atravesando parches calipsos y turquesas, llegamos a Cayo Cangrejo, un islote verde que se alza frente a Providencia como para contemplarla a la distancia. Mientras unos suben a la cumbre y otros se calzan las aletas para seguir bajo el agua, Raya se relaja a la sombra, indiferente a las aventuras que cuenta el pescador. Allí, esperando el hambre en el muelle, la brisa aplaca un sol abrasador que no da tregua en todo el recorrido.
-La historia de Raya con el mar es muy bonita -dice Amparo-. Cuando la polio llegó a la isla, él, como muchos, sucumbió. Su padre le hizo un aparato para que flotara y así, moviendo sus piernitas, se sanó en el agua.
Raya aprendió a caminar en el mar. Nosotros, los aprendices, diezmados por el sol y la sal, nos subimos con dificultad al bote, otra vez, para seguir rodeando los 17 kilómetros cuadrados que tiene la isla, ahora rumbo a Los Tres Hermanos, tres cayos ubicados en el Área Marina Protegida y donde comienza el arco de la gran barrera coralina. Frente a los manglares que recubren ese borde de la isla, que actúan como una gran incubadora natural para los peces y pájaros de Providencia, nos acercamos con recato a una colonia de fragatas en pleno ritual de cortejo y apareamiento. Los buches rojos de los machos, hinchados como enormes corazones inflables, parecían frutos entre las ramas que cubrían el acantilado y tentaban a las hembras pavoneándose inmóviles.
Con el sol encima y las olas rompiendo en el horizonte, alejadas de la costa por la gran barrera, emprendimos el regreso al pueblo tras rodear la isla habiendo estado sólo en cuatro de los más de 22 sitios privilegiados que ofrece para el buceo con snorkel. Antes de llegar, Raya detiene el bote y pide permiso para zambullirse en el mar. Lo esperamos.
-Cuando se hunde, Raya baja y se queda en el fondo -dice Olivier con su particular acento. De padres franceses, nacido en la costa africana de Mauritania, tras vivir en Australia trabajando como navegante le compró un velero a un contrabandista y acabó, entre idas y vueltas, instalándose en la isla con Amparo y trabajando con Raya desde hace 20 años. Olivier se ríe cuando le dicen que con Raya está tan casado como con ella.
-Es que son locos -dice Amparo, mientras Raya sigue sumergido.
Olivier cuenta que Raya, cuando su hijo cumplió los 18, llegó un día y le pidió que lo acompañara, porque ahora tenía que pagar la universidad y la universidad era cara. Entonces, partieron al alba.
-Raya bajaba con el arpón, no sé, 90, hasta 120 pies, y yo lo encontraba a mitad de camino para recibir la carga y que él subiera a tomar aire más liviano.
En cada inmersión sacaban de 10 a 20 langostas. En un día sacaron tantas como para pagar toda la carrera.
-Aquí muchos mueren -dice Amparo- porque, como duran tanto tiempo bajo el agua, si alguien no vuelve, cuando se preocupan, ya es tarde.
Los aprendices, aprehensivos, mirábamos la sombra diminuta bajo la superficie. Hasta que Raya, la manta raya, a los 5 minutos emergió.
Bautizo
Por la noche, sentados en la mesa del Caribbean Place, más conocido en la isla como "donde Martín", comiendo el plato galardonado con el Premio Nacional de Gastronomía en Innovación del chef Martín Quintero, los aprendices, probando la carne desmenuzada de un cangrejo negro servida en su caparazón, de pronto nos alentamos. Si bien el día de snorkeling había sido memorable, las historias de naufragios -no el aguardiente- nos llevaron a animarnos a descender a aguas más profundas.
Por un lado, decidimos arrendar un par de scooters (el medio de transporte oficial de la isla) y partir raudos al Roland's Bar, en la escondida playa Manzanillo, para comprobar qué tan cerca estaba la isla de su prima Jamaica, mientras por otro hicimos las gestiones para que, al día siguiente, el buen Paulino y su mujer, dueños del Hotel y Centro de Buceo Sirius, nos dictaran un Mini Curso de inmersión con tanque, para poder decir, al regreso, que sí, nos atrevimos a ver el fondo del fondo.
Estaban los claustrofóbicos, a los que les impresionaba estar encerrados bajo el mar. Otros se preocupaban de no olvidar los protocolos estando abajo. La instrucción clave era sencilla: nunca debes dejar de respirar. Pero ese acto básico en el silencio submarino obligaba a un estado permanente de autoconciencia que requeriría un alto grado de concentración para no hacer instintivamente lo contrario. Tratábamos de tomar distancia. De los cuatro ninguno había buceado. Racionalizábamos una experiencia que consistía justamente en estar inmersos.
La mezcla de oxígeno y nitrógeno en los tanques pudo más que un antibiótico. La abstemia de la noche fue a conciencia. Por la mañana, el sol y la lluvia alternaban los ánimos. ¿Podría suspenderse? ¿Acaso eso queríamos? Entre la expectación y el nerviosismo, era mejor almorzar liviano. En el fondo, nadie quiere sentirse mal.
"No se ha presentado ningún accidente entre buzos deportivos en más de 10 años", pero la Guía de Buceo estaba impresa el 2006. El hospital es precario, y el traslado a San Andrés en avioneta tarda bastante más que una ambulancia. El aprendiz teme por su ignorancia. El Mini Curso debía ser el menos complejo de los que ofrecen. En Sirius hacen cursos para obtener los grados de Open Water Diver, Advance Open Water Diver, Rescue Diver y Dive Master certificados por PADI. Para buzos avanzados se ofrece un programa, Adventures in Diving, que combina buceo profundo, multinivel, cursos de fotografía submarina, buceo nocturno, navegación subacuática y descensos guiados a barcos hundidos. Claudia Osorio, instructora de la escuela, me cuenta que además hay cursos personalizados, y otros para niños que van desde los 5 años. A esa edad, hacen clases con snorkel aprendiendo sobre las especies submarinas que van descubriendo, mientras que más grandes, ya desde los 10 años, pueden en dos días sacar el carné de Buzo Junior PADI, en el mismo tiempo en que los adultos pueden sacar la credencial equivalente, que los faculta para bucear con tanque en cualquier lugar del mundo.
En el Caribe hay poco mejor que hacer que estar dentro del agua. Las escuelas de buceo en Providencia, que son cuatro, funcionan desde antes que la isla se planteara como un destino turístico. El paso del huracán Beta en 2005 introdujo dos cambios importantes en la isla que al menos simbólicamente están relacionados. Por un lado, al verlos damnificados, Álvaro Uribe, presidente colombiano de entonces, promovió el turismo facilitando la entrada de Decamerón, una importante cadena de hoteles y resorts que incorpora y vende paquetes de los hoteles isleños que hoy operan como sus afiliados. Por otro, se dice que el paso del huracán por la zona habría liberado de un acuario en Estados Unidos algunos ejemplares del pez león (como también se dice que podrían haber llegado en el agua de lastre que estabiliza las plataformas petroleras), lo que introdujo una especie nueva en la isla que, como el turismo, prolifera cuando no tiene depredador.
El aparataje astronáutico necesario para esas aguas es el mínimo: aletas, careta, lastre y tanque. La temperatura del Caribe resta complejidad. No hace falta un traje, ni siquiera guantes. Como sea, el manómetro y el profundímetro, el regulador de emergencia y la versatilidad de la tráquea, que permite con dos botones descender y ascender gradualmente o de forma brusca -PELIGRO-, te mantienen ocupado la primera hora del Mini Curso y bastante preocupado al principio de la inmersión.
Arrodillados en aguas confinadas, en una tibia playa inmóvil frente al hotel El Pirata Morgan, practicábamos cómo haríamos en caso de que la máscara se llenara de agua estando en el fondo (¿¡podía suceder!?) o cómo recuperar el regulador si acaso un compañero torpemente te sacaba de la boca el aire. Arrodillados en la arena, con el agua hasta la coronilla, mirando los rigurosos gestos del instructor con nuestros ojos de lenguados abiertos al máximo por la hermética silicona de la mascara, la situación empezó a parecer ridícula.
-Daniel, ¿uno abajo se puede reír?
-Sí. También puedes toser.
Subimos los equipos aparentemente preparados. En una Go Fast, una lancha idéntica a la que esa mañana aparecía capturada con 80 kilos de cocaína en la portada de The Archipielago Press, aceleramos mar adentro, y las aguas dejaron de parecer tan transparentes. La isla se empezó a hacer más chica. Al lado del Go Fast, el bote de Raya era una alpargata.
Daniel apagó el motor y con el bichero se agarró a la boya. El oleaje, que hasta entonces se divisaba en el umbral de la gran barrera, cabeceaba la proa de la lancha restándole importancia al momento en que nos ajustábamos los equipos. Todo parecía más confuso. El mar era oscuro. Nos dejamos caer, de espaldas, y el ruido del respirador era más alto que las instrucciones. Bajaríamos en pares, siguiendo la línea del ancla. Abajo esperaríamos hasta reunirnos y luego exploraríamos. Bajamos los dos primeros y el mar abajo era transparente. Esperamos junto al ancla como esperando un colectivo. En la amplitud del fondo, no se puede describir lo que se ve. La posibilidad de respirar bajo el agua expande la autonomía hasta los límites de la palabra: abajo no se puede hablar. La expresión contenida del fondo submarino -donde las formas grotescas parecen bellas- te obliga a contemplar, flotando en grupo, sin poder comentar lo que probablemente sólo tú estás viendo. Porque es tanto lo que se puede ver, sólo cabe expresarse con gestos. Al otro lado de la barrera, el arrecife se expande como una llanura por varios kilómetros hasta que cae en un acantilado de 6.000 metros de profundidad.
Como en el montañismo la meta es la altura, en el buceo es la profundidad. Los deportes verticales transgreden el eje. Una primera inmersión difícilmente no motive una segunda porque se trata de una experiencia reveladora. Ya en el bote, cada quien tenía una anécdota. El claustrofóbico vio que en el mar se está encerrado en un lugar abierto; el de los protocolos sólo aplicó lo que dictaba el sentido común. No debes dejar de respirar, era instintivo. Y el mar te ayudaba con su movimiento para que lo hicieras lento y profundo.
Al llegar a la perfecta playa de la Bahía Sur Oeste, donde se encuentra el Hotel y Centro de Buceo Sirius, Daniel Gutiérrez Newball, uno de los cuatro instructores, me cuenta que la proporción es igual entre los que llegan a Providencia acreditados para bucear y los que descubren, como nosotros, por primera vez de qué se trata una inmersión con tanque. Muchos, como nosotros, hacen el Mini Curso y se dan cuenta de que vale la pena hacer el curso entero y sacar el carné. Para ello bastarían 2 días, cuatro inmersiones, las respectivas instrucciones teóricas y un margen de 18 horas antes de abordar el avión de regreso para evitar las consecuencias en el organismo de la presión y la reciente exposición al aire comprimido.
-Providencia es el mejor buceo en Colombia -dice Daniel-. Por la claridad del agua, su tranquilidad y la temperatura.
El lugar donde Dios pasa sus vacaciones, como acuñan en el reverso de sus postales, es un paraíso donde el cielo está sumergido. La vida es rústica, los hoteles no son de lujo y por la noche bajan cangrejos desde los cerros a desovar en la playa. Por lo alejada de las costas colombianas, pareciera una isla perdida en la mitad del Caribe, pero está cercana a un área de litigio con Nicaragua y a un par de lotes donde, se teme, una transnacional comience prospecciones de hidrocarburos. El frágil ecosistema de la isla, y la mucho más frágil conciencia ambiental respecto a estos temas, amenazan con convertir Old Providence en Oil Providence. Los isleños son realistas: si Colombia rechaza el proyecto Nicaragua se quedará con el negocio dando además una señal de soberanía. Celebran que hace unos días el Presidente Juan Manuel Santos haya anunciado cancelar la exploración y producción de hidrocarburos en las áreas del archipiélago porque "es una Reserva de la Biósfera, y es demasiado importante para correr cualquier riesgo", pero de cualquier modo no se ilusionan, pues de no ser ellos, serán los nicaragüenses, y las corrientes acabarán arrastrando no sólo las funestas consecuencias de un derrame, en caso extremo, sino también los sedimentos inevitables de las excavaciones, o las especies nuevas como el maravilloso y traicionero pez león.”