“Yo también soy de Barranquilla”, me dijo Heriberto Fiorillo al terminar la primera clase universitaria de ambos. Como éramos primíparos, esa frase nos hizo cómplices y amigos. Ya no estábamos solos ni nos tragaba esa inmensa universidad en Bogotá, repleta de estudiantes y hasta de curas y monjas (Foto: archivo particular)
Luego coincidimos en clases, en la cafetería, en los grupos de estudio, compramos libros académicos que compartimos cuando el presupuesto era exiguo, pero nunca alcanzábamos a leerlos del todo. Entonces debíamos continuar con la lectura en cualquier rincón de la universidad mientras decía: leamos poco, pero entendiendo bien y desde esa idea desarrollamos el examen.
No recuerdo como nos iba. Lo que sí recuerdo era que se sentaba en la última fila y nunca comentaba nada. Solo cuando el profesor lo requería. Su intervención era siempre acertada, pero la timidez lo enrojecía. Los lentes negros lo salvaban.
En petit comité hablábamos de política, de lingüística, teología, o de cualquier bobada y todos nos reíamos. Nos preguntamos por qué había clases sociales en el cielo con aquello de ángeles, arcángeles, querubines y a la vez que aprendíamos de Marx en las clases de economía, lo inmiscuimos en todos los temas.
Él a veces hacía caricaturas en los papeles que arrancaba de los cuadernos, nos las pasaba y circulaba entre unos cuantos. De un muñequito que se llamaba Fiori. Y era delgado, casi un trazo.
También fuimos en una oportunidad, un pequeño combo al anfiteatro de la facultad de medicina, previa labor de espionaje, para descubrir a qué horas estaba la sala sin estudiantes, pero con un cadáver. Había temores y desconcierto, pero Heriberto dijo que, si íbamos a ser periodistas, teníamos que estar preparados para enfrentarnos a todo. Entonces nos envalentonamos. Cada cual decía una cosa diferente, pero a todos nos pateó de pronto el olor a formol o a algún químico y luego al ver al muerto pálido e inerte, salimos en estampida.
Nos graduamos. Cada cual siguió su camino, pero nos encontrábamos eventualmente mientras trabajaba en periodismo y en cine, y todo fluía como siempre. Enseñanzas y apoyos mutuos cimentaron la amistad. Una noche apareció de improviso. Estaba feliz pues había conocido a su diosa griega como llamó a aquella mujer que luego fue su esposa hasta el final, Claudia Muñoz.
Nos dejamos de ver por muchos años. Me mudé a una isla donde los teléfonos eran un lujo extraño y el internet no había aparecido, así que, si te cambiabas de casa, perdías el contacto. Y así, nos perdimos. Un día, alguien ató los dos cabos sueltos y volvimos a hablar.
Regreso a casa
Ambos regresamos a Barranquilla al cabo de mucho tiempo. Luego desde ‘La Cueva’ me invitó a diferentes proyectos concretos. Alguna vez entrevisté en el marco del Carnaval de las Artes, a un francés que hacía máscaras para un festival del mediterráneo; en otra oportunidad escribí un cuento que ilustró la pintora Eva Celín como parte de unos talleres en distintos pueblos del Atlántico, con una publicación posterior llamada Cuentos de la Cueva. Regó para ellos parejas de escritores y artistas plásticos por el departamento. También me llamó para entrevistar a otro escritor y para ser jurado del concurso La Cueva.
Pero tal vez el que más me impactó fue cuando me convidó para hacer un guion de teatro de una obra garciamarquiana. Otras mujeres convocadas hicieron lo mismo con otras obras de Gabo. En todo caso, cuando Darío Moreau montó la obra Memoria de mis putas tristes, que nos correspondió a nosotros, en la azotea de un edificio donde había funcionado un burdel frecuentado por Gabo y que estaba ubicado en la Calle del crimen, se llenó de público. Todos eran vecinos del sector; en el centro de la ciudad, zona candente y hervidero de pasiones. La mayoría no habían visto nunca una obra de teatro. Todo iba bien a pesar de la actriz desnuda tras un tul, pero en determinado momento de la obra un actor se asomó por la azotea y dijo algo así: ¡lo mataron! Era parte del libreto, pero el público no lo entendió bien y todos se levantaron corriendo para ver el asesinato y los actores fueron entonces los que quedaron atónitos y la obra debió suspenderse. Así era la magia que lograba infiltrar Fiorillo con sus proyectos. Hacía soñar a todos y la literatura se inmiscuía en la vida barranquillera.
Aprovechamos estas oportunidades para hablar de nuestros proyectos literarios, y él me habló de una novela que tenía entre manos a la que le quitaba en vez de ponerle, pues era demasiado larga.
También tuvimos largas tertulias cuando ocurría alguna publicación suya o mía, desmenuzando cada detalle. Hablábamos de literatura. O periodismo. Siempre el mismo tema.
Siendo estudiantes aún, me dedicó un ejemplar de Doña Bárbara en un cumpleaños, me escribió entonces: “una amistad que nació entre libros”. “Siempre seremos amigos", le contesté. "Pase lo que pase”.
Hoy lo hemos despedido con un aguacero de mayo. Todos aplaudimos a su paso.