Cuando me invitaron a participar como jurado, en el 'Encuentro Departamental de Investigación Ondas', del Ministerio de Ciencia y Tecnología, asumí, muy inocentemente, que yo sería la juez.
En principio la tarea no ofrecía mayor complejidad, y aunque perdí algo de tiempo en una especie de autocompasión con la Edna niña/nerd, que hubiera disfrutado como nadie un evento así, volví rápidamente de la ensoñación para enfocarme en lo que se me había encomendado.
Todo cambió muy rápidamente.
En la primera mesa, la pregunta fue directa, sin escalas, un puñal que atraviesa el esternón como a una gelatina: “¿cómo le llegan las armas a los niños, niñas y adolescentes en las islas?”. Sentí eso como un interrogatorio personal, como si la mirada de estos dos adolescentes me interpelara el privilegio, ese que me significa haber crecido sin tener que defenderme o defender a sangre a nada ni a nadie. No sé, alcancé a contestarles, acongojada y aturdida, pero sobretodo curiosa por saber ¿que había llevado a estos dos hombres jóvenes negros, de un colegio público y religioso a preguntarse semejante cosa? ¿Acaso, Éramos de paraísos distintos?
Cuando apenas me reponía, me atropellaron dos niños de segundo grado con un orégano en la mano. Si las medicinas no van a llegar a Providencia, no importa, nosotros vamos a rescatar el conocimiento de los abuelos y nos vamos a curar con plantas, me dijeron en coro, mientras me dejaban caer una bitácora escrita a mano, con la descripción exacta de las hierbas, donde encontrarlas, como y cuando usarlas… Matarratón para el salpullido, dijo la niña, El tree a life para la tos, me indicó, quien más tarde se confesaría como futuro astronauta.
Les pregunté cómo y por qué los habían escogido para defender sus banderas, ella me dijo: somos los que mejor hablamos en el salón, y él agregó, -mientras se arreglaba la corbata-, además somos muy bonitos. Entendí que el libro que traían era sagrado, y que eso les impedía sistemáticamente mentir.
El recorrido siguió impune, y me presentaron el Bulling en el caribe, la discriminación de una niña blanca en una escuela negra, la línea telefónica para denunciar abusos sexuales, como se veía la ansiedad siendo un adolescente, porque hablan creole distinto los niños de 10 y los de 70, me preguntaron si conocía los pasos del jumping polka y por qué el pollo se volvió carnada para pescar.
Yo había ido como juez, y fui juzgada.
Pero siempre fueron generosos. A cada problema que me dejaron en las manos, siguieron las instrucciones detalladas, escritas con letra despegada y con palabras simples, hechas para no confundir adultos remilgosos. Soluciones concretas, ejecutables y sobre todo tan lógicas como mágicas. Mostraron compasión cuando entendieron que a veces pierdo a la Edna niña y que ahora, cuando siento que abandono el letargo, lo que pasa en realidad es que caigo en la mala costumbre de ser adulta.
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