Con la reapertura de San Andrés, sin duda, comenzó la recuperación de la economía insular, sin embargo, hay muchos que se están preguntando a que precio y con qué consecuencias para los indicativos sociales, ambientales y, sobre todo, de calidad de vida entre los habitantes de las islas e, inclusive, los propios visitantes.
En efecto, cada noche, las calles de San Andrés se vuelven una especie de ‘rumbódromo’ en donde los famosos ‘bosés’ (parlantes ambulantes) son las súper estrellas que compiten en medio de atronadoras tandas de variados ritmos, en los que el reggeaton, el vallenato y –quien lo creyera– la ‘carrilera’, revientan tímpanos por doquier.
Todo esto, claro está, bien rociado por abundante licor que acelera los sentidos, exalta los ánimos y cuyos envases no siempre son bien dispuestos por los alborozados consumidores. Esto se puede apreciar a simple vista cada amanecer en las peatonales de North End y zonas aledañas como la plazoleta del Cañón de Morgan.
Es en ese emblemático lugar donde más se han ensañado, para desgracia de la vecindad, los amantes del llamado ‘perreo’ tras ser retirados –vía decreto– del bulevar de Sprat Bight a las 10 de la noche. Una medida que se queda corta no solo porque traslada el problema a solo 100 o 200 metros, sino porque, además, da rienda suelta a nuestro enemigo principal: el Covid 19.
Basta mirar las cifras diarias de contagios de los últimos días para comprobar que estamos otra vez caminando al borde del abismo. Sin contar, claro está, con los nuevos 'mejores amigos' que nos buscan legalizar ahora en este territorio insular… Como dijera un agudo observador comentando estos y otros desbordes excesivos, evidentes, lamentables: “San Andres is a mess”. ¿Hasta cuándo?